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sábado, 27 de septiembre de 2025

CONCIENCIAS TRANQUILAS


La tranquilidad de las conciencias es una de las cosas mejor repartidas del mundo. Todos nos consideramos tan bien provistos de ella que incluso las personas más difíciles de contentar en cualquier otro asunto no desean en general más de la que tienen. Lo mismo el que, tras dejarse el sueño y la paz para salvar una vida, contempla desolado la inutilidad de sus esfuerzos, que el político que se limitó a cumplir una directiva sin prestar atención a las consecuencias que se derivarían de su acción, o el que, apoyándose en la idea de que el fin justifica los medios, inicia una cadena de injusticias: todos, sin excepción, aseguran que tienen la conciencia tranquila.


Nadie mejor que ellos puede saberlo. Pero a mí, cuando oigo hablar de conciencias tranquilas, me vienen a la cabeza los pacientes que, en quirófano, sedados ya y ajenos ya a su entorno, parecen dormir sosegada y apaciblemente, mientras todos a su alrededor ponen en marcha una cadena de acciones coordinadas que no se detendrá hasta que se hayan cumplido todos los pasos previstos (y los azarosos sobrevenidos) que decidirán las posibilidades de su vida en adelante. Si juzgamos la escena por la expresión que se refleja en el rostro del enfermo llegaremos a la conclusión de que se encuentra en el mejor de los estados posibles, que no hay nada en él que deba ser mejorado: está tranquilo.


Se diría que tener la conciencia tranquila es un signo de que el universo se desenvuelve como debe. Por eso, a la conciencia que no se queda tranquila, a la conciencia in-tranquila, inquieta, la llamamos “mala conciencia”. Mala, porque me desasosiega, me arranca de la poltrona, me hace perder la paz y no me deja vivir. Por eso es mala la mala conciencia.


Pero, ¿y si tener la conciencia tranquila no fuera tan buena cosa? Quizá la conciencia tranquila no sea más que una conciencia narcotizada, como nuestro enfermo en el quirófano. Quizá no sea más que una conciencia instalada en un mundo de ensueño, una conciencia ajena a la realidad, un castillo en el aire.


Y, en cambio, la mala conciencia podría no ser tan mala. Porque me sacude, me despierta y me llama a la autocrítica. Porque me exige, y me recuerda que estoy llamado a ser más y a ser mejor. 


Recuerdo una entrevista en la que Rafa Nadal aseguraba que sólo los fallos le permitían mejorar, porque le enseñaban lo que hacía mal (“Lo que hago bien no me ayuda a mejorar: ya lo hago bien”, decía, o algo así). Con la conciencia pasa algo parecido: la conciencia tranquila me palmea la espalda y me conforma con mi situación actual. La mala conciencia, en cambio, me pone en tensión, como el arquero pone en tensión la cuerda de su arco, y me hace llegar más lejos y alcanzar lo inalcanzable.


Bienvenida sea esa mala conciencia que nos zarandea, que nos pone en marcha, que nos ayuda a combatir las sombras que habitan en nosotros, que nos saca de nuestro pequeño mundo-burbuja, que nos impulsa a mejorar. 


Llevamos mucho tiempo ya con la conciencia tranquila.