La expresión “personas no humanas” ha
surgido en el ámbito de la lucha por el reconocimiento de los “derechos
fundamentales” de determinadas especies animales, y se quiere justificar en
vista de la capacidad de experimentar dolor y de cierta capacidad afectiva y
cognitiva. La cuestión merece que nos detengamos un minuto a considerarlo, pues
rompe una larga tradición jurídica que considera que sólo el hombre es sujeto
de derechos, y deberíamos estar seguros de que la novedad está bien
justificada.
Cuando Aristóteles
definió al hombre como “animal racional” no hacía presentes sólo los aspectos
en que nos asemejamos a los animales, sino, sobre todo lo
que nos distingue de ellos. Y nosotros no podemos olvidar hoy su enseñanza, como tampoco podemos olvidar
todo lo que la Biología -y la Antropología- han descubierto desde entonces.
El hombre y el animal
no son seres asimilables, pues se enfrentan al mundo de formas muy diferentes.
Los trabajos de Jakob von Uexküll nos han mostrado que la sensibilidad del
animal sólo reconoce lo que le beneficia o le perjudica; todo lo demás pasa
inadvertido. El animal no percibe el objeto en sí, sino sólo una determinada
propiedad del objeto, la propiedad para la que tiene programado un
comportamiento concreto. Eso es la conducta instintiva: una respuesta
automática generada ante un estímulo exterior por la propia
naturaleza del animal; por eso es común a todos los miembros de la
especie.
En el hombre, en
cambio, las cosas son diferentes. El hombre carece de instintos, no tiene
respuestas automáticas ya preparadas. Helmut Plessner, uno de los fundadores de
la antropología filosófica, subraya que ante un estímulo exterior lo que se
produce en el hombre es un momento de “suspensión”, que le sirve para “tomar distancia” y hacerse cargo de la realidad: de la suya propia, y de la realidad
exterior a él, que se le presenta como autónoma, independiente de sus
deseos, necesidades o miedos, y ante la que tiene que decidir un
comportamiento: está forzado a “optar”.
La seguridad
inconsciente del animal es en el hombre deliberación y elección, pero con una
inseguridad que el animal no conoce. Concebir el entorno como “mundo de
realidades”, de “posibilidades”, deja al hombre a la intemperie. Se produce así
un resquicio en la cadena de causas, y ese resquicio lo tiene que llenar él: es
el momento de la libertad. Por eso se ha dicho que “el hombre es forzosamente
libre” (Ortega). El hombre se erige así en “autor” de sí mismo, en el sentido
de que es él quien decide sus propios actos. Por eso, al contrario que los
animales, cada hombre es un individuo original.
Éste es también
el fundamento de la moral: si el hombre puede elegir su comportamiento tiene
sentido que se le pida que opte por lo mejor. De ahí la necesidad de
la formación y de la cultura, porque necesita saber qué es lo mejor, dónde
está, cómo encontrarlo.
Y aquí terminamos nuestro viaje: nos hemos encontrado con la persona. Ser persona es ser consciente de sí mismo y libre, tener el dominio de sí y ser responsable de sus actos. De modo que a la pregunta de si es posible que un animal sea persona hay que responder que no sólo no es posible, sino que ser persona es lo contrario de ser animal.
¿Y esto qué
tiene que ver con los derechos? Los derechos no son una secreción de la voluntad
de ningún César. El derecho a la vida, a la salud, a la libertad,… no dependen
de que alguien nos los conceda. Tenemos esos
derechos porque son un requisito de la propia naturaleza humana: el hombre está
forzado a disponer de sí mismo, y ese disponer supone, por lo pronto, el
dominio sobre lo que le constituye como persona -su vida, su libertad, su
integridad física, su pensamiento,...- y sobre el mundo que le rodea y al que
está forzado a recurrir para alcanzar sus propios fines personales. Por eso,
porque los derechos derivan de la condición personal, no es posible
hablar, en sentido propio, de “derechos de los animales”.
Lo cual no
significa que el hombre pueda hacer con ellos lo que le venga en gana. El
hombre tiene ciertas obligaciones hacia ellos, como las tiene ante todo lo
valioso que encuentra en su vida: reconoce el valor de la vida, y el deber de
protegerla y ampararla, de promoverla, de evitar que se pierda. De la misma
manera que tiene la obligación de respetar y cuidar la Ciudad Encantada de
Cuenca, las pinturas de Altamira o la catedral de Burgos, sin que eso
signifique que la Ciudad Encantada, las pinturas de Altamira o la catedral de
Burgos tengan derechos de ninguna especie. Los animales no pueden ser sujetos
de derechos, sencillamente, porque no son sujetos. Y así se
entiende que mientras exigimos al hombre que cuide y proteja a los animales, a
nadie se le ha ocurrido exigirles a los animales que cuiden y protejan al
hombre: nadie cree que existan unas "obligaciones de los animales".
Queda un asunto
pendiente. Si ser persona es, como hemos visto, ser consciente, y libre, y
responsable, y disponer de sí, ¿qué decir de esos seres humanos -el embrión, el
menor de edad, el comatoso, el demente, el discapacitado severo,...- que no
expresan esas capacidades? ¿Quedan fuera del estatus personal? ¿Carecen de
derechos? La respuesta es: no. Si la condición personal deriva de la propia
naturaleza humana, entonces es propia de todos aquellos que comparten dicha
naturaleza. El hecho de que haya personas que no puedan expresar esa capacidad
sólo señala una falta. Un ejemplo para explicar lo que quiero
decir: el hombre no tiene alas, pero no decimos que le falten alas,
sino, sencillamente, que carece de ellas, porque no le corresponde
tenerlas; a un águila, en cambio, sí le corresponde tener alas, y cuando no las
tiene le faltan. No queda convertida en otro animal diferente:
sigue siendo un águila. Pero le faltan las alas: porque es un
águila es por lo que decimos que le faltan las alas. Algo
semejante ocurre en el caso que nos ocupa: no dejan de ser personas –ya que no
dejan de ser seres humanos-, pero les falta expresarlo.
Y les falta porque son personas. Corresponde
por eso a otras personas suplir o paliar esa deficiencia.