Se cumplen hoy
800 años de la batalla de las Navas de Tolosa, una de las pocas fechas de la
historia de España que todo estudiante recuerda sin esfuerzo. Se trata de una
de las batallas más importantes de la historia medieval europea -durante siglos se refirieron a ella como "la Batalla"-tanto por lo
numeroso de los ejércitos participantes como por las consecuencias de su
resultado. Y es, con la de Covadonga, la batalla de nuestra historia que ha
dado lugar a mayor número de leyendas. Pero mi interés por ella ahora es, además,
porque, en épocas de crisis como la nuestra, es un ejemplo de la eficacia que
supone la unión de esfuerzos por encima de diferencias superficiales.
Para poner las cosas en su
contexto hay que recordar que con la invasión árabe de 711 nació en los focos
de resistencia la idea de “la pérdida de España”, y su “recuperación” va a ser,
desde entonces, el eje de la historia peninsular y, con intervalos, el móvil
central de los reyes cristianos, que se consideran a sí mismos “reyes solidarios
de España”.
En 1209, cuando el reino de
Castilla se ha recuperado de la severa derrota sufrida quince años antes en
Alarcos, el califa almohade an-Nasir, se propone acabar definitivamente con los
levantiscos cristianos, a la vez que emular a Saladino, el líder recientemente
fallecido que expulsó a los cristianos de Tierra Santa y unificó el Oriente Próximo.
Pasa para ello desde su capital, Marrakesh, a la península con un ejército que
incrementa sus fuerzas a su paso por al-Ándalus, y conquista la fortaleza de
Salvatierra ante la impotencia del rey Alfonso VIII, cuyo ejército no puede
hacer frente al del califa.
Envalentonado por el fácil
éxito, el Califa desafía desde Sevilla a toda la cristiandad en una carta en la
que anuncia toda clase de ultrajes al Papa y amenaza de muerte a todo el que no
se convierta al Islam. La carta tiene una enorme difusión, y por toda Europa se
extiende el temor de que España caiga en poder de an-Nasir y Europa entera
caiga en una tenaza que la estrangule desde los dos extremos del Mediterráneo.
Alfonso, sin tiempo que perder
y decidido a una lucha total hasta el final, envía a sus embajadores a recorrer
Europa solicitando ayuda y convocando a las huestes cristianas a Toledo –su
ciudad más poblada- el 20 de mayo de 1212. La respuesta es firme e inmediata:
la Cristiandad entera vive el grave peligro que la amenaza y los caballeros de
las distintas regiones de Europa -francos, italianos, lombardos, alemanes,…-
se apresuran a unir sus fuerzas a las de Castilla. El papa Inocencio III urge a
la unidad de los cristianos a favor de la gran empresa común por encima de
diferencias personales, y concede a la campaña privilegio de Cruzada. Eso es
decisivo, porque protege las espaldas de Alfonso de un ataque de sus vecinos: para
un rey cristiano, atacar a Castilla en esas condiciones supone incurrir en
excomunión y perder la obediencia de los hombres que le sirven.
A finales de 1211 Alfonso hace
acopio de grandes cantidades de alimentos y de armas en Toledo, y desde enero empiezan
a congregarse los primeros voluntarios de más allá de los Pirineos. Y también de
otros reinos de la península: Pedro II de Aragón, amigo personal del Rey de
Castilla, compromete su apoyo, y hasta el Sancho VII de Navarra, enfrentado
con el Rey de Castilla, medita participar en la expedición.
Sólo los reyes de León y Portugal, rivales de Alfonso, se mantienen al margen,
aunque también muchos de sus caballeros acuden, a título particular, a Toledo.
Inocencio III ordena una
rogativa general en Roma, y Europa entera aguarda, reza y contiene el aliento
cuando los cristianos salen de Toledo, entre los días 19 y 21 de junio, en tres
grupos mandados, respectivamente, por Diego López de Haro, Pedro de Aragón y el
rey Alfonso. El día 24 los francos se sublevan y provocan entre los defensores
de Malagón una matanza gratuita que horroriza a López de Haro. Tres días después provocan
un nuevo motín: no están acostumbrados a esas marchas agotadoras y al calor del
verano de Castilla. Para contener su descontento, el día 30 Alfonso les entrega
el botín de la toma de Calatrava que correspondía a los castellanos. Pero la
medida resulta contraproducente: los francos, considerando satisfechas sus aspiraciones
económicas, abandonan la campaña y vuelven a sus casas.
La expedición pasa por un
momento sumamente delicado, y Alfonso teme que esta deserción tenga efectos
irreparables, pues no sólo supone perder la tercera parte de sus fuerzas, sino
que se trataba de guerreros experimentados, soldados
profesionales ya veteranos. Cinco días inquietantes transcurren hasta que, inesperadamente,
les alcanzan las tropas de Sancho el Fuerte de Navarra, quien, pese a que su reino hace más de cien años que no tiene frontera con los musulmanes, finalmente se ha
resuelto a dejar de lado las rencillas personales que lo enfrentan a Alfonso. Con
esta decisión se inicia el acercamiento definitivo de ambos reyes.
El 14 de julio el ejército
cristiano se encuentra frente a an-Nasir en la vertiente andaluza de Sierra
Morena. Alfonso deja que las tropas, agotadas por las marchas forzadas,
descansen todo el domingo 15, y al amanecer del día 16 López de Haro, que
dirige el cuerpo central, inicia el ascenso. La estrategia de los almohades es
enfrentar una caballería ligera que se retira rápidamente fingiendo huir,
sacrificar a los soldados de a pie y atacar con los arqueros y fuerzas de élite
a los perseguidores castellanos, debilitándolos hasta el agotamiento. Pero
Alfonso no ha olvidado la lección de Alarcos, y mantiene su caballería pesada
en formación compacta, reservando las fuerzas de élite en retaguardia. López de
Haro ataca pendiente arriba y elimina rápidamente a los voluntarios de
al-Ándalus, que sólo buscan el martirio. Pero detrás está el grueso de las
fuerzas almohades, que los reciben desde lo alto y los contienen, cerca ya de
la guardia personal del Califa, convirtiéndolos así en un blanco inmóvil para
sus arqueros.
Entre avances y retrocesos trascurre
toda la mañana y, a mediodía, la columna castellana, próxima al agotamiento,
parece que va a claudicar. Retrocede López de Haro, avanzan los almohades, y
Alfonso, alarmado al ver desmoronarse la columna central, decide atacar allí
con las fuerzas de retaguardia en un último esfuerzo. Llama en su apoyo a las
alas, ocupadas por las tropas de Pedro de Aragón y de Sancho de Navarra, en el
momento en que los musulmanes han abandonado su formación para perseguir a los
castellanos que huyen monte abajo, y aprovechan una brecha para llegar al
cuerpo central y a la guardia personal del Califa, que abandona el campo de
batalla y huye. El ejército musulmán se desbanda y, en su persecución, los
cristianos amplían las conquistas de la campaña.
La batalla de las Navas
significó el declive definitivo del poder musulmán, que nunca volvió a suponer
un peligro serio para los reinos cristianos en este extremo del Mediterráneo.
El cronista musulmán Ibn Abu Zar, autor de un relato de la batalla que la
historiografía musulmana denomina “de las Cuestas”, concluye con estas
palabras: “Fue esta terrible calamidad el lunes 15 de safar de 609 (16 de julio
de 1212) cuando comenzó a decaer el poder de los musulmanes en al-Ándalus.
Desde esa derrota no alcanzaron ya victoria sus banderas; el enemigo se extendió
por ella y se apoderó de sus castillos y de la mayoría de sus tierras”.
La batalla de las Navas puso la
frontera en Sierra Morena y abrió la puerta para la expansión cristiana
impulsada por el nieto de Alfonso, Fernando III de Castilla. En cuanto a sus
protagonistas, se diría que culminaron ahí la razón de sus vidas: Pedro II
murió al cabo de un año, el 14 de septiembre de 1213, en el asalto a la
fortaleza de Muret. Tres meses después, el día de Navidad, murió an-Nasir, se
dice que envenenado. Casi un año exacto después de Pedro, el 16 de septiembre
de 1214, murió López de Haro, y veinte días más tarde, el 6 de octubre, su rey,
Alfonso VIII. Sólo Sancho VII llegó a atisbar las consecuencias de su victoria:
murió el 7 de abril de 1234; tenía 80 años y vivía recluido en su castillo de
Tudela, inmovilizado por su enorme peso.