Ya sabemos que la vida
consiste en tomar decisiones, optar entre diferentes posibilidades, elegir; en
última instancia, elegirnos, elegirme: quién voy a ser después de esa decisión.
Ésa es la grandeza de la libertad. Y la responsabilidad que lleva consigo.
Pero, además, repetir
los mismos actos me inclina a realizarlos con más facilidad la próxima vez, me
facilita su repetición; así adquiero el hábito que me permite, por ejemplo,
escribir sin mirar al teclado con una velocidad y precisión que parecían inalcanzables
cuando empezaba.
Por eso, porque nos
“inclina” en una dirección y nos facilita repetir los mismos actos, es por lo
que no conseguimos fácilmente desembarazarnos de un pasado que compromete
nuestra libertad. Eso lo sabe todo el que siente la garra de un hábito que no
consigue dejar atrás. El pasado está incrustado en nuestra espalda y no podemos
sacudírnoslo de encima. El pasado: “lo que pasó”. Que no es “lo que fue, y ya
no es” sino “lo que ocurrió, y ya no puede no haber ocurrido”.
Nadie vuelve
atrás. Arrastramos las consecuencias de nuestros actos: el peso del daño
producido, de las deslealtades, ingratitudes y egoísmos, de nuestras perezas,
miedos y soberbias, nos inclina a repetirlos, tira de nosotros hacia abajo y
nos impide remontar.
¿Nadie vuelve atrás?
Cuando Jesús curó a aquel paralítico al que unos amigos descolgaron por el
tejado (Mc 2, 7) los judíos se preguntaban: “¿Quién puede
perdonar los pecados, sino sólo Dios?”. Aquellos hombres se daban cuenta de que
borrar el pasado requiere un poder creador: sólo Dios puede hacer que lo que
ocurrió no haya ocurrido, sólo un amor creador puede marcar en nosotros un
nuevo comienzo. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo
os aliviaré” (Mc 11, 28)
Por medio de la bula “Misericordiae
vultus” (MV) ha convocado el Papa un Jubileo Extraordinario
de la Misericordia que comienza hoy, día 8 de diciembre, y nos recuerda
verdades profundas y consoladoras: que Dios se preocupa por nosotros y por
nuestra felicidad, y para ello, vuelca su omnipotencia en su misericordia, una
misericordia que nos devuelve la esperanza de ser amados para siempre a pesar
de nuestro pecado, porque nada que nosotros podamos hacer hará que Dios deje de
amarnos, que deje de buscarnos.
El amor de Dios es
tierno y misericordioso, acogedor y compasivo. Basta contemplar a Jesús en la
cruz y al ladrón crucificado a su lado: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Un
amor creador, que mira a Mateo, publicano -¡pecador público!-, le brinda su
perdón, lo escoge para ser uno de los Doce y hace de él un santo.
Y al liberarnos de la
huella que dejó en nosotros el pasado nos capacita para crecer en el amor y nos
invita a actuar como hijos de nuestro Padre –a su imagen y semejanza- liberando
también nosotros a los demás de las ataduras que les impiden levantarse: “Es
el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y
dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una
vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.” (MV,
10). De la misma manera que hizo Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-21),
el Papa nos anuncia ahora un año de gracia y nos invita a “anunciar la
liberación a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la
sociedad moderna, restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha
replegado sobre sí mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados
de ella.” (MV, 16).
El Papa nos pide que
vivamos las obras de misericordia. ¡Las obras de misericordia! Sí, me
acuerdo... Bueno, me acuerdo de algunas (cuidar a los enfermos, dar de comer al
hambriento, dar de beber al sediento, consolar al triste …), de otras me
acuerdo menos (enseñar al que no sabe, corregir al que se equivoca, …), pero
hay algunas (sufrir con paciencia los defectos del prójimo, por ejemplo,
o perdonar las injurias, y, sobre todo, rogar a Dios por vivos y difuntos) de
las que sospecho que no me acuerdo en absoluto.
Voy a ponerme manos a
la obra. Me levantaré, y me pondré en camino adonde está mi Padre. Yo lo
que quiero es regresar, volver. Volver a casa. Y empezar de nuevo. Sin
cuentas pendientes. Desde cero.