Tengo un
gran afecto a mi amigo Jose (sin acento), hombre abierto, comunicativo y ajeno
a cualquier tipo de convencionalismo. Me gusta hablar con él, y aunque las
ocasiones escasean, siempre me proporcionan un buen rato, una pequeña fiesta.
Está, por otra parte, en mis antípodas en muchos aspectos, pero la relación es
siempre serena y teñida por nuestro mutuo afecto, y por eso disfruto de
nuestros encuentros.
La
víspera de Reyes la conversación, errática, nos llevó a tratar de la fe. Es un
hombre profundamente humano, pero no entiende que se pueda uno confiar a ella.
Su condición de hombre de ciencia parece bloquear en él el sentido de la fe. Le
digo que la fe es condición de humanidad, que en cualquier faceta de la vida
tenemos que descansar inevitablemente en ella. Si rechazase la fe, si sólo
tuviese en cuenta los saberes a los que accedo directamente a través de mi
propia experiencia, a lo que he visto con mis propios ojos, entonces una sucesión
interminable de realidades –los átomos, Carlomagno, el Himalaya, el
metabolismo, el Big Bang, los satélites de Júpiter, los habitantes de Angola,…
- desaparecerían del horizonte. ¡Ni siquiera conocería mi fecha de nacimiento!
Sin fe, la vida no sería posible, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos
de apoyo, sin saber a qué atenernos.
Para la
mayoría aplastante de nosotros, también el conocimiento científico actúa como
una fe más: creemos a los científicos. Podríamos no hacerlo, pero les creemos –a veces, contra toda “evidencia”, como
cuando Galileo se empeñó en asegurar que el sol permanece inmóvil- porque damos
por sentado que ellos sí calibran el valor de las pruebas que aducen, y que no
quieren engañarnos. Pero, en el fondo, es lo mismo: yo creo lo que me dice esa
persona.
¿Por
qué? ¡Ah!, a eso debe responder cada uno, porque nada de lo que creemos es
forzoso creerlo, se trata siempre de una opción personal, libre: creer a
alguien, confiar en alguien, es darle, en ese aspecto, carta blanca, dar por
bueno lo que dice simplemente porque lo dices tú. Es ponernos en sus manos, una
forma de entrega: una forma de amor. Creemos lo que nos dice la gente que sabemos que nos quiere, y, muchas veces, lo creemos contra nuestra propia experiencia. Y, en
grado eminente, creemos lo que nos dice Dios, “porque lo dice Él”: “por ser Tú quien eres”.
Nada de
todo esto va en contra del conocimiento científico, nacido –no lo olvidemos- en
el seno de la fe cristiana, que fue el substrato que lo hizo posible. El propio
Johannes Kepler, que pasó muchos años mirando al cielo e intentando hallar
fórmulas para explicar el movimiento que observaba, y que tuvo que soportar desilusión
tras desilusión y una dificultad tras otra, dejó constancia escrita de que lo
que le mantuvo incansable, productivo y lleno de energía, lo que le animó a
continuar su investigación sin desfallecer, fue su fe en la existencia de un
Dios infinitamente inteligente y bueno, que ha creado el mundo dotándolo de un
orden natural, y que ha hecho al hombre a su propia imagen de tal manera que es
capaz de ir descubriendo ese orden. Sostenido por esa fe, pudo sentir que su
trabajo merecía la pena, y esa fe vivificó y alumbró su propia vida azarosa.
Tycho Brahe tuvo en sus manos el mismo material que él, y una posición incomparablemente
más desahogada, y mejores oportunidades; pero no tenía su misma fe en la
existencia de un plan definido detrás de la creación, y no pasó de ser un
investigador más.
La
ciencia es hoy un gran tren puesto en marcha. Uno puede subirse a él, y,
trabajando, mejorar su funcionamiento. Pero hasta hace unos tres siglos, de
este tren sólo existían unas pocas piezas sueltas. Para su construcción y puesta en marcha se necesitó una cultura con las bases filosóficas necesarias para que la ciencia tuviera sentido. Ahora el tren ya
está en marcha y va a gran velocidad. Un materialista, un ateo o un agnóstico
pueden subirse a él y perfeccionarlo con su trabajo, pero no fue en un ambiente
materialista ni ateo donde se construyó y puso en movimiento. La ciencia moderna no nació de ninguna clase de oposición a la fe, sino
de su seno.
Pero la
ciencia no agota el territorio de la verdad, no todo puede ser logrado por sus
medios. Hay toda una serie de experiencias (éticas, estéticas, religiosas,
históricas, políticas,…) que están más allá de los límites de la ciencia, y que
son, por naturaleza, irreductibles a sus métodos. Lo
expresó muy bien sir Arthur Eddington, que fuera durante años el director del
Observatorio de Cambridge y a quien debemos nuestro conocimiento sobre la
energía, estructura y evolución de las estrellas. Acudía para ello a una
parábola: un biólogo está explorando la vida del océano. Arroja una red al agua
y saca un surtido de peces. Examinándolos sistemáticamente, como suelen hacerlo los científicos,
llega a la conclusión de que ninguna criatura marina mide menos de 5 cm. En
esta analogía la pesca representa el conocimiento científico, y la red, los
medios que utilizamos para obtenerlo. Podríamos objetar que hay muchas
criaturas en el mar de menos de 5 cm, y que la red no puede capturarlas. El
biólogo -el “cientifista”- contesta: “No hay nada en el mar que no sea
apresable por mi red; lo que mi red no puede atrapar, sencillamente, no
existe”.
El
método científico es altamente eficaz, pero deja fuera una enorme porción del
mundo. Especialmente, queda fuera de la ciencia todo el campo del sentido, cuya
importancia para nuestra vida nadie puede negar: es un asunto que se encuentra
en la raíz del equilibrio (o desequilibrio) de mucha gente, que tiene cubiertas
sus necesidades “ordinarias” y, sin embargo, lo pasan mal, y llegan a la
desesperanza, porque no encuentran sentido a lo que hacen. El sentido es
inalcanzable al método científico: estoy garabateando con un bolígrafo en un
papel, y, sin levantar el bolígrafo, empiezo a escribir una frase con sentido:
desde un punto de vista puramente químico, lo escrito no parece diferir en nada
de los garabatos, pero, para alguien que sepa leer, hay algo nuevo que el
análisis químico no está en condiciones de captar.
El
conocimiento científico alcanza una certeza que sólo puede alcanzarse con el
método científico. Pero eso no significa que fuera de la ciencia no pueda
alcanzarse la certeza: sólo significa que la certeza que puede alcanzarse no es
la científica. De la misma manera que yendo a pie no se alcanza la velocidad de
un tren, pero sí se pueden alcanzar cimas de montañas a las que no llegan las
vías, y se puede bucear, y cruzar los aires en parapente, cosas imposibles
cuando se viaja en tren.