Christian Montag es un psicólogo del
Departamento de Psicología Biológica y Diferencial de la Universidad de Bonn
que acaba de publicar en la revista Journal
of Adicction Medicine el descubrimiento de la relación entre la adicción a
Internet y el gen CHRNA4. El gen de la adicción a Internet, un procedimiento técnico
cuyo nacimiento ha sido, como sabemos,
algo posterior a la aparición de los genes. Sólo es un ejemplo. Si
miramos algo más atrás recogeremos las asociaciones más inverosímiles: se han “encontrado”
-para no buscar más que en mi memoria reciente- el gen de la felicidad (aunque
sólo en las mujeres, los varones estamos expectantes), el gen de la afición al
arte, el gen de la ideología política,... Pero los estupendos de verdad son el
gen de la infidelidad y el gen de la violencia: que nadie recrimine nada a
nadie: no es él, son sus genes.
El expresidente de Cantabria, Miguel Ángel
Revilla, va más lejos: “Somos genes y tierra”, ha afirmado. Pero el señor
Revilla es un poeta como la copa de un pino y no hay que tenérselo en cuenta:
es licencia poética admitida. Lo verdaderamente grave es lo ha dicho este
profesor de una universidad alemana, aunque Ortega, que había pasado por ellas,
ya nos había advertido contra las universidades alemanas en general.
Estamos en la versión actualizada de Don
Mendo, que justificaba su empecinamiento en el “juego vil” de las siete y media
diciendo: “No fui yo, no fui, fue el maldito cariñena, que se apoderó de mí”. El
cariñena o los genes, es indiferente: la cuestión es tener algo a lo que
echarle la culpa de lo que hacemos.
Paradójicamente, mientras pretendemos pasar a
la historia por nuestra defensa y promoción de la libertad, no tenemos el menor
inconveniente en renunciar a ella: la libertad no era más que un pseudónimo del
determinismo. Lo malo es que era sobre la libertad sobre lo que habíamos
construido nuestra idea de la condición humana. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?,
¿qué podemos esperar de nosotros mismos si renunciamos a la autodeterminación?,
¿para qué esforzarme, para qué empeñarme en conseguir lo que ya está
conseguido, o es definitivamente inalcanzable, si voy a ser adúltero, o
desgraciado, o adicto a Internet, o violento, me ponga como me ponga, porque
así lo ha determinado el azar cuando se constituyó mi ADN?
Los extremos se tocan: después de siglos de
enfrentamiento entre la llamada ciencia y la llamada superstición, después de
aburrirnos denostando cosas como la astrología y los horóscopos, resulta que
volvemos a las mismas: ahora no son las constelaciones, ahora son las cadenas
químicas las que deciden mi vida. Mal asunto. El progreso de la ciencia nos
conduce, de nuevo, a Altamira. Se cierra el círculo. Fin, y continuación.
A Calderón de la Barca –D. Pedro- le tocó
vivir una época de esplendor en lo que a determinismos se refiere, y expresó en
versos espléndidos la perplejidad en la que se encontraba:
Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
Él vivió los comienzos de las disciplinas
científicas; nosotros asistimos a su ocaso. Estamos borrachos de ciencia, y nos
da la vomitona. Ya no admitimos más. Y ya no queremos saber más, ni decidir
más. Renunciamos. Ortega creía que somos forzosamente libres; menos elegante,
Sartre nos dijo que estamos condenados a ser libres. Se equivocaban los dos. El
profeta era Bosé: libertad, te
siento lejos, y la culpa es sólo mía.
¡Vivan las cadenas!