Es experiencia común de todos que hay
una forma masculina y una forma femenina de contemplar el mundo y de
desenvolverse en él, que hombres y mujeres difieren no sólo por su cuerpo, sino
también por su carácter, su corazón, su sensibilidad, su voluntad… La lista de
las capacidades diferenciales es larga, y hay, en general, acuerdo sobre ella.
Pero el acuerdo desaparece cuando intentamos explicar la causa de esta
diferencia, y conviven diversas explicaciones, no siempre suficientemente
justificadas.
Sabemos que la diferencia de sexos tiene
consecuencias evidentes en asuntos tan aparentemente desconectados del sexo
como los trasplantes de órganos -que tiene mejor pronóstico cuando donante y
receptor son del mismo sexo- o la memoria a largo plazo –en la que hombres y
mujeres implican distintas regiones del cerebro, y que es interferida por el
propranolol de forma distinta en cada sexo-.
Se sabe que el cromosoma Y del varón,
más pequeño que el X, se pone en marcha más precozmente en la vida embrionaria,
haciendo que la glándula sexual indiferenciada se transforme en testículo y
empiece a producir testosterona; sin ese cromosoma, la glándula se convertirá,
más tarde, en un ovario. Pues bien, una de las funciones de esa testosterona es
impedir que actúe un sistema enzimático que bloquea los genes en el propio ADN.
Por eso, que un órgano se desarrolle bajo su influjo no resulta indiferente, y
por eso, al nacer existen ya diferencias entre órganos semejantes de ambos
sexos. Diferencias que se incrementarán más adelante, en la adolescencia,
cuando maduren el testículo y el ovario y aumenten su secreción hormonal.
El resultado de todo esto es que en
algunas regiones tiene más neuronas el cerebro masculino que el femenino, y, en
otras regiones ocurre lo contrario. Y también se producen diferencias en el
cableado del cerebro: en el hombre predominan las conexiones entre diferentes
regiones del mismo hemisferio; en la mujer hay mayor conexión entre ambos
hemisferios.
Toda esta explicación, sin embargo, es
puesta en duda por algunos, que niegan que en todo esto juegue algún papel la
biología, y centran su explicación en factores externos, como la educación
recibida o el ambiente social en el que se desarrolla el individuo.
Se acaba de publicar en Nature un trabajo conjunto del University College de
Londres y el Albert Einstein College of Medicine de Nueva York que estudia
estos cambios en el comportamiento de los diferentes sexos (1). El trabajo se
centra en el Caenorhabditis elegans, un gusano que no pasa de 1 mm de longitud
y que tiene la particularidad de permanecer transparente a lo largo de toda su
vida. Es el animal de moda entre los
hombres de ciencia: le ha tomado la delantera al mismísimo ratón de laboratorio
y está colaborando en decisivos estudios, algunos de los cuales, centrados en
la biología del ADN, han sido premiados
con el Nobel. Las razones por las que se prefiere este animalillo son de índole
práctica: su pequeño tamaño ahorra costes y espacio, y su breve ciclo
reproductivo le hace idóneo para numerosos estudios biológicos. Además de que,
naturalmente, su transparencia es una cualidad muy apreciada por los
estudiosos, pues permite la observación minuciosa de su interior sin interferir
en su vitalidad y su comportamiento.
Pues bien, el trabajo al que me refiero
da cuenta de un sorprendente cambio estructural que tiene lugar, durante la
maduración sexual, en el cerebro del C. elegans macho –entre los C. elegans
sólo hay machos y hermafroditas-. En la red neuronal surgen, a partir de
células de otra estirpe, dos neuronas nuevas que establecen en seguida
conexiones con otras preexistentes y remodelan los circuitos neuronales, de
forma que se modifica el procesamiento de la información y el comportamiento
del gusano, y la búsqueda de pareja sexual pasa a ser una actividad
prioritaria.
Aumento del número de neuronas, y
cambios en el cableado del cerebro, exactamente lo que encuentran los
neurobiólogos cuando comparan los cerebros masculino y femenino. No es posible
negar intervención alguna de factores ambientales, pero así es como las
hormonas modulan nuestra actividad intelectual y nuestro estado de ánimo,
nuestros procesos cognitivos y nuestros estados emocionales. No se trata de
algo superficial y adventicio, sino que está fundado en lo más profundo de
nuestro ser.
Los autores van más allá: para Arantza
Barrios, española coautora del estudio, “nuestros hallazgos sugieren que las
diferencias no dependen solo del sexo del animal, sino que influye también el
sexo de la célula progenitora”. No sólo es cuestión de hormonas, dice nuestra
compatriota, sino, también, de cromosomas.
Es decir, que la diversidad surge del
propio “ser” del individuo. Para resumirlo con una gráfica expresión de Prieto
Bonilla: “Quiquiriquí canta el gallo y
clo-clo-clo canta la gallina, luego no cantan igual. Y no cantan igual,
sencillamente, porque no son iguales”.
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