Los avances de los medios de comunicación y de los sistemas
de transportes, la facilidad con que ahora intercambiamos información e ideas,
ha sustituido la sociedad monolítica de ayer por otra cuya pluralidad en todos
los aspectos ha alcanzado un grado impensable para nuestros padres, no digamos
para las generaciones pasadas. Hoy nuestra situación es similar a la que se
produjo en Grecia cuando el desarrollo de la navegación y el comercio les puso
en contacto con las sociedades egipcia, persa, india, etrusca, gala, ibera,…tan
diferentes en tantos aspectos: el conocimiento, la jerarquía social, la forma
del poder político, la estructura económica, la concepción de la divinidad y
sus relaciones con ella, etc. La consecuencia de enfrentar sus viejas
concepciones con tan asombrosa novedad fue, de entrada, la perplejidad: no
sabían a qué atenerse.
Pero como se trataba de algo grave, porque la forma de la
vida y lo que en ella era importante dependía precisamente de saber a qué
atenerse respecto a todas aquellas cuestiones, hubo que responder a esa
perplejidad. Y la respuesta fue doble: por un lado, estaban los que
consideraban que todo daba igual, que era indiferente una u otra postura,
porque todo era cuestión de opiniones y que tanto valía una opinión como otra:
que cada cual actúe como mejor le parezca, y buena suerte a todos. Eran los
sofistas, para quienes la única verdad era la que cada cual decidía para sí
mismo, y que, claro está, no valía para otro si ese otro no lo decidía así.
Sabemos cómo acabó el asunto: la base firme en la que podía apoyarse una coexistencia estable iba encogiéndose a medida que surgían nuevas posturas
particulares, y aquello terminó en nada: el aislamiento, la negación del
futuro, la esterilidad.
La otra postura está representada por Sócrates: Sócrates se
negó a aceptar que todas las opiniones flotan en el aire. Pensaba que las
personas son dignas de crédito, y que si se había llegado a una opinión, era
porque había algo que lo justificaba. Se trataba, pues, de descubrir qué
opiniones estaban más justificadas, y adherirse a ellas. Salió entonces a
preguntar a la gente, recogió opiniones de los asuntos que le importaban, y,
confrontándolas y debatiendo, llegó a algunas certezas suficientes: certezas
que se encuentran en el origen de nuestra civilización.
A veces me acuerdo de Sócrates con nostalgia: nuestra
situación social es comparable a la que él conoció, pero nuestra actitud no se
parece en nada a la suya. Nosotros exponemos nuestro punto de vista y nos
preparamos para oír que nuestro interlocutor está de acuerdo con lo que
decimos. Si es así, estupendo: nos reforzamos uno a otro, nos felicitamos por
estar ambos tan acertados, y nos levantamos de la mesa en amor y compañía.
Pero si, por casualidad, nuestro interlocutor discrepa de
nosotros, no le concedemos el beneficio de la duda: damos por supuesto que su
postura no tiene justificación, que discrepa porque sí, porque le da la real
gana, y que, por lo tanto, no es un terreno apropiado para razonar: la razón
ahí no tiene sitio. De modo que no se entra en más averiguaciones y se acaba la
conversación: “ésa es tu opinión, no la mía”. Y punto. Es decir, que en el
momento preciso en que Sócrates se habría puesto a hablar de la cuestión,
nosotros nos levantamos de la mesa, rechazando así cualquier posible
acercamiento.
Si éste fuese sólo el caso de las cuestiones
intrascendentes no estaría escribiendo esto. Pero ésa es la actitud también
cuando se trata de cuestiones decisivas para la vida social: la forma y
estructura del Estado, la organización de la vida política, la transmisión del
conocimiento, la asistencia al necesitado, las relaciones con las diferentes
confesiones, el aborto, el diseño de la familia y de la sociedad,… Es como si
en cuestiones de este calibre no fuese posible una justificación, como si en
estos asuntos no se pudiese actuar racionalmente y dependiéramos únicamente de
la decisión voluntarista del César. Y, por eso, ni siquiera se piensa en
debatir las cosas serena y desapasionadamente, haciendo menos uso de la fuerza
política y más uso de la razón argumental. Se nos escamotea el debate, el
recurso a la razón, aquella facultad que hizo que Aristóteles llamase a sus
contemporáneos “animales racionales”.
Hoy esa expresión nos resulta incómoda, y mientras hacemos
gala del sustantivo, nos estorba el calificativo. Desconfiamos del poder
persuasivo de la razón, y sospechamos que el otro sólo tiene motivos oscuros
para mantener su postura. Quizá podríamos desenmascararlos exponiendo nuestras
razones y escuchando las suyas, pero, en el fondo, nada de eso nos parece muy
importante. Porque no nos interesa propiamente tener razón: nos contentamos con
salirnos con la nuestra.