Que
la nuestra es la época en la que el poder del hombre sobre la naturaleza es
mayor que en ningún otro momento de la Historia es algo que pocas personas
estarán dispuestas a discutir. Nuestro conocimiento, y nuestro dominio, del
mundo avanza con pasos firmes apoyándose en las evidencias continuas que le
ofrece la ciencia en permanente desarrollo. La evidencia científica se erige
como rey y árbitro del conocimiento humano. Y, de pronto, el papa Benedicto XVI
convoca un “Año de la Fe”. ¿Fe?, ¿cómo que fe? ¿Pero la fe no había quedado
arrinconada, desplazada por la evidencia aplastante de los datos empíricos?
¿Qué resquicio queda todavía para estas cosas, qué actualidad tiene la fe a
estas alturas?
Pues
sí, nos habíamos olvidado de la fe, la habíamos perdido ya de vista, pero
insiste en salir una y otra vez a flote cuando no contamos ya con ella. Porque eso
de que la ciencia iba a explicarlo todo de manera definitiva ya nos lo había
dicho Comte, y si aquello luego no le salió bien fue precisamente porque había puesto
la fe en el lugar equivocado. Estamos empeñados en que la fe es algo por
completo ajeno a la ciencia, y es exactamente al contrario. Pero igual que al
submarinista que explora el fondo del mar y los animales que contiene le pasa
desapercibida el agua en la que está inmerso, nosotros estamos tan metidos en
el ámbito de la fe que somos incapaces de reparar en ella sin hacer un esfuerzo
para verla.
Imaginemos
por un momento a Galileo defendiendo que el sol está quieto y que es la tierra
la que se mueve, ante un auditorio que tiene la evidencia constante de los
sentidos que le dicen que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Bueno,
pues, a pesar de eso, creen a Galileo en vez de creer a sus propios sentidos: ponen,
contra todas las evidencias, su fe en Galileo.
La
situación de la ciencia sigue siendo la misma hoy. Se me dirá que los
científicos tienen datos ciertos en los que apoyan su conocimiento. Claro que
no lo dudo: lo doy por supuesto. Pero la mayoría de nosotros, que carecemos de
los conocimientos necesarios para comprender el valor de la prueba, lo que
hacemos es, simplemente, creer que es verdad lo que nos dicen. En otras
palabras: depositar en ellos nuestra fe.
Esto
pasa hasta en los asuntos más corrientes de nuestra vida. Desde nuestra fecha
de nacimiento hasta las noticias que vemos en televisión, la vida se desarrolla
de principio a fin en el ámbito de la fe. La vida no sería posible sin fe, nos
quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos. La
duda como forma de vida. Es decir, la inseguridad, el terror.
No,
el desarrollo de la ciencia nunca podrá acorralar a la fe. Lo único que puede
hacer es desplazarla, llevarla consigo más allá, porque la fe es el medio en el
que crece la ciencia, su condición, su sustrato. De modo que la cuestión no es
si la fe sobrevivirá o no, sino qué clase de fe va a sobrevivir. O sea, en qué
se apoya mi fe. O, mejor dicho –porque la fe no se pone en el dato, sino en el testigo-,
en quién se apoya mi fe. Y aquí es donde aparece la voluntad: llegado al
extremo, soy yo el que decide si me fío o no de ese testigo, si quiero, o no,
apostar a esa carta.
Así
que resulta que la fe es una opción personal. Y nos encontramos, de pronto, hablando de la libertad. Terreno resbaladizo,
como sabemos. Y la razón que explica que estos tiempos de enorme prestigio de
la ciencia sean paralelamente de enorme difusión de los gabinetes de brujería y
adivinación. El origen de toda esta floración no se encuentra en la existencia
de la fe, porque ya hemos visto que en ese punto no hay opción. El origen está
en la respuesta a una pregunta que habíamos dejado olvidada en el desván de la
ciencia:
¿de quién me he fiado?