El Dr. Esparza, tras cuarenta años
ejerciendo la cirugía infantil, ha publicado un artículo en el que se
manifiesta a favor del aborto provocado a los fetos con malformaciones
conocidas[1].
Pone sobre la mesa un asunto de enorme trascendencia médica. Es verdad que hoy
en día se pueden diagnosticar intraútero muchas enfermedades que conllevan una
vida de sufrimiento y dependencia, no sólo del enfermo, sino, también, y quizá
tanto o más, de su familia, y cuyo tratamiento no es curativo en el momento
actual. Se trata de una cuestión delicada en la que fácilmente se entremezclan
los sentimientos con la razón. Pero dicho esto, quisiera hacer aquí algunas
consideraciones al respecto.
Conociendo el sufrimiento que la enfermedad
acarrea al paciente y a los que le quieren, y sabiendo como sabe que las
soluciones actuales son parches incompletos, el Dr. Esparza nos ofrece una
única salida posible para escapar al dolor: abortar al enfermo antes de que nazca.
Y la opinión pública, que sintoniza fácil y rápidamente con los sentimientos de
esas familias afectadas, se desliza espontáneamente a apoyar esa petición.
En un momento del artículo, el Dr. Esparza,
poniendo un ejemplo, da a entender que desde la aprobación de la ley del aborto
se ha producido un descenso en la incidencia de la espina bífida en España. No
es exactamente así. De hecho, los abortos se han realizado sobre aquellos fetos
a los que se había diagnosticado esa enfermedad. Es decir, que no es la
incidencia de la enfermedad lo que ha disminuido; lo que ha disminuido es la
esperanza de vida de esos enfermos.
Porque el Dr. Esparza plantea la cuestión de
un modo que hace perder de vista el verdadero centro de atención. Si nos
acercamos con compasión a esas situaciones, en seguida vemos que lo que hay que
hacer es suprimir la causa del dolor. Pero puede parecer que la causa del dolor
de la familia es el paciente y ese error lleva a pensar que suprimir la causa
del dolor es suprimir al paciente. En cambio, si aplicamos nuestra compasión al
enfermo, lo que procuraremos es aliviarle o evitarle sufrimientos en la medida
que nuestros conocimientos y nuestra técnica nos lo permitan. Que es,
justamente lo que el Dr. Esparza confiesa haber estado haciendo durante sus
años de actividad profesional. Y entonces se pone de relieve una cuestión que
no habíamos considerado: que hay dos formas de acabar con una enfermedad:
vencer a la enfermedad o acabar con los enfermos. Pero no son equivalentes.
La réplica de Javier Mª Pérez-Roldán[2]
al Dr. Esparza me traía a mí a la cabeza una vieja escena que comenté en otra
parte: una madre empujaba el carrito de su hijo, aquejado de parálisis
cerebral: retorcido, tembloroso, emitiendo sonidos confusos y cayéndosele un
hilo de baba. Una mujer, a su lado, exclamó al verlo: “Pobrecillo, más valía
que se muriera”. El niño logró hacerse entender con suficiente claridad:
“Muérete tú, idiota, que yo no quiero”. Ahí está la clave: ¿a quién
beneficiamos abortando a los enfermos? Determinar cuándo prefiere morirse el
otro es un ejercicio altamente arriesgado.
Pero, en el fondo, lo que subyace es una
antropología que cataloga las vidas humanas en “dignas” e “indignas”. Un
hombre, o un grupo de hombres, se sienta y dictamina: “Esta vida –la vida de
otro ser humano, no lo olvidemos- es indigna de ser vivida; así, pues,
matémosla”. Esto vale también para quienes consideran que la vida de un feto no
es una vida humana: “Esta vida, que si la dejamos continuar se convertirá en un
vida humana, se convertirá en una vida humana indigna de ser vivida; es mejor
que muera ya”. Nos olvidamos de que nadie es indigno de vivir: ni siquiera los
terroristas, como reconoce nuestra legislación. Aunque sí hay personas que
viven en condiciones indignas. Y lo que hay que hacer entonces es corregir, o
aliviar, esas condiciones: que no siempre sea posible no autoriza a afirmar
que, en vista de eso, ya no son dignos de vivir.
Con todo esto no quiero decir
que no haya nada que hacer: ya se habrá entendido que hay que curar al enfermo
de su enfermedad principal -si es posible- y de las complicaciones que vayan
surgiendo. Y no es necesario añadir que no se debe dejar sola a la familia en
esta situación, que el deber del Estado es atender las necesidades de sus ciudadanos
y actuar subsidiariamente cuando así se requiera. Pero en ningún caso puede
afirmarse una contradicción: la compasión no quita la vida, sino que la cuida
hasta su final.
[1] http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/07/24/actualidad/1343153808_906956.html