El Banco de Inglaterra acaba de anunciar la próxima
emisión de un nuevo billete de cinco libras que llevará la imagen de Winston
Churchill. Algo se ha revalorizado la figura del estadista inglés, al que en
1965 dedicaron una emisión de monedas de cinco chelines. Pero multiplicar por
veinte su valor es una flaca plusvalía para el político mejor valorado de su
país, y el único personaje, además de La Fayette, al que los EE.UU. han
concedido la ciudadanía honoraria.
Es difícil sobrevalorar la figura de Winston
Churchill, un hombre que sintió una decidida e irrenunciable vocación literaria
a la que se dedicó a lo largo de toda su vida, que le proporcionó los medios
necesarios para vivir durante los cincuenta años en que ocupó un escaño en el
Parlamento británico –un puesto no remunerado- y que le valió en 1953 un
Premio Nobel de Literatura que, descontando lo que pueda tener de honorario, hace
justicia a sus méritos más allá de lo que se puede decir de otros galardonados.
Dueño de un conocimiento intuitivo de los recursos de su lengua, y con un verbo
rápido y demoledor que le ponía en el punto de mira de sus rivales en el
Parlamento, cuando los restos del ejército británico, reducido y mal equipado,
se retiraba a Dunkerque y todos, incluidos los amigos de la Gran Bretaña,
creían que se vería obligada a rendirse, él movilizó al idioma inglés y lo
lanzó a la batalla en defensa de la civilización contra el imperio de la barbarie,
logrando convencer a quienes le escuchaban de que aunque las demás naciones
importantes de Europa se habían rendido ante los nazis, ellos podían seguir
combatiendo solos, y lo harían.
No es necesario resaltar ahora su figura durante
los trece meses que se mantuvo sólo y firme frente a Alemania. Fueron trece
meses de piedra, entre mayo de 1940 y junio de 1941 –cuando Hitler abrió otro
frente en la Unión Soviética y alivió la presión sobre la Isla-, durante los
cuales soportó y resistió con tal coraje y tan inquebrantable fe en la victoria
que puso en pie a su lado a todos los británicos y a los partidarios de la
libertad en el mundo entero: “Combatiremos en Francia, combatiremos en los
mares y los océanos, combatiremos en el aire; defenderemos nuestra isla a
cualquier precio: combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en
los campos y en las calles, combatiremos en las montañas: ¡jamás nos
rendiremos!”. Era una fe realista que comprendía la necesidad de que los
EE.UU. se unieran a la lucha para vencer al enemigo: “La lucha continuará
hasta que, cuando Dios quiera, el Nuevo Mundo, con todo su poder y su fuerza,
dé un paso al frente para rescatar al Viejo”, lo que llegó tras el bombardeo de
Pearl Harbor en diciembre de 1941.
Ya sabemos lo que pasó después: cómo, tras cinco
años en el Gobierno, y próximo ya el fin de la guerra, el electorado lo
sustituyó por su Ministro de Defensa, privándole de la satisfacción de asistir a
la victoria que él había hecho posible. “Fiel pero desdichado” dice, en
perfecto español, el lema de su escudo familiar desde los tiempos de aquel
Mambrú que se fue a la guerra.
Pero el interés de su figura hoy es otro, por una
circunstancia en la que no solemos pensar: nacido en 1874, era un viejo
político de sesenta y seis años cuando el Rey le encarga formar un Gobierno de
Defensa Nacional. A los sesenta y seis años debería ser ya, dicen las
estadísticas, un hombre en retirada. Pero nunca se plegó a las estadísticas,
nunca retrocedió ante lo improbable: la huída del campo de prisioneros boer,
recorriendo a pie, de noche, a escondidas y sin alimentos, los quinientos
kilómetros que separan Pretoria de Lourenzo Marques; la supervivencia política
tras el desastre de Gallípoli; la permanencia en el Parlamento durante cincuenta
años, después de haber “cruzado la sala” de los Comunes, no en una, sino en dos
ocasiones –del Partido Conservador al Liberal en 1904, y de vuelta al
Conservador en 1925- (“Algunos cambian de
parecer para no cambiar de partido, otros cambian de partido para no cambiar de
parecer”), y, al final, lo más improbable de todo: llevar a cabo, a los 66
años, la empresa por la que se le recordaría cuando todo lo demás se
hubiese olvidado.
Cuando Protágoras dijo aquello de que “El hombre es la medida de todas
las cosas” estaba,
seguramente, pensando en Churchill, que, sólo ante el enemigo, tomó el mando de
la Historia y torció su rumbo a fuerza de determinación y de coraje. Una
lección de máxima actualidad.