En
1882 publica Nietzsche “La gaya ciencia”,
en la que deja escrito: “Dios ha muerto.
Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos,
los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo
ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta
sangre de nosotros?” Cien años después, dos Guerras Mundiales después, un
Imperio Nazi y un Imperio Soviético después, Woody Allen, al que no siempre hay
que tomar a broma, asegura: “Dios ha muerto,
Marx ha muerto, y yo mismo no me encuentro demasiado bien”. Y treinta años
más tarde, en unas recientes declaraciones, el director de cine Peter
Greenaway, ha afirmado “Tras habernos
deshecho de Dios, de Satán y de Freud, por fin estamos completamente solos en
la historia de la Humanidad”.
Se ha completado la tarea de demolición.
Aquel
anuncio nietzscheano de la muerte de Dios dio lugar a una nueva visión del
mundo y de la Historia
que ha decidido su rumbo en el último siglo, y que puede resumirse así: la
religión, a estas alturas de la
Historia, es ya superflua, y hasta tóxica: el opio del
pueblo. No la necesitamos ya: para explicar el mundo, tenemos la ciencia; para
gobernarlo, la tecnología; para prosperar, la economía global; para controlar
el poder, la democracia liberal.
Sin
ejemplos reales a la vista, Nietzsche no pudo más que imaginar cómo sería una
sociedad sin Dios. Nosotros, en este aspecto, le sacamos ventaja: hemos asistido
al nacimiento de Estados que han hecho del ateísmo su religión oficial, y
después hemos asistido a su derrumbe. Y entre ambos momentos hemos aprendido
que la muerte de Dios trae consigo la abolición del hombre.
No,
las cosas no son exactamente como las imaginó Nietzsche. Lo que hemos aprendido
es que, aunque es verdad que la religión no es necesaria para la supervivencia
del individuo, resulta, en cambio, vital para la supervivencia de los pueblos.
Sin religión, la sociedad pierde un factor de cohesión que permite que los
individuos permanezcan unidos a pesar de las diferencias de sus intereses
particulares, a pesar de la fuerza centrífuga del individualismo.
Kant
formulaba cuatro preguntas radicales: ¿qué
puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es
el hombre?, cuatro preguntas de las que depende el ser y la acción –la
vida- del hombre en el mundo: las cuatro acaban abriéndose finalmente a la
religión. Es cierto que existen otras fuentes para responder a ellas, pero la
religión sigue siendo el repertorio principal de respuestas a las preguntas en
busca del sentido. Y la que proporciona un fundamento más sólido cuando las
cartas vienen mal dadas. Por eso ahora, desde diversas posiciones, se levantan
voces que reivindican el papel social de la religión.
Jonathan
Sacks, Gran Rabino de las congregaciones judías de la Commonweatlh,
explicaba en 2012 en Cuadernos de
Pensamiento Político cómo la religión mantiene y regenera el entramado
ético de las sociedades y fundamenta la visión compartida del bien común en la
que se basa la convivencia social: la fe nos permite abandonar los valores
subjetivos y sustituirlos por otros nuevos, ajenos a intereses particulares, en
los que se cimenta la cohesión que construye las comunidades.
Sacks
habla también de la relación entre fe y ciencia: “Hay que mirar con los dos ojos (…) hay que escuchar en estéreo”,
dice. No hacerlo conduce a pensar de forma parcial y simplista, nos aleja de la
realidad y deforma nuestra percepción del mundo. Una postura integral no puede
rechazar el pensamiento religioso ni el científico. “Necesitamos ambas cosas. Necesitamos la religión y necesitamos la
ciencia. Necesitamos la ciencia para explicar el universo y la religión para
explicar el significado de la existencia humana”, añade.
Alguno
podría decir que, siendo el rabino un hombre religioso, lo que está haciendo
es, únicamente, barrer para casa. Vayamos, por tanto, al otro extremo. El
filósofo Jürgen Habermas es poco sospechoso de defender interés religioso
alguno: no es ningún devoto santurrón. En sus obras más tempranas acusaba a la
religión de ser una “realidad alienante”,
una “ilusión irracional”, algo que
las sociedades modernas no necesitan para nada. Hoy ha pasado a defenderla como
el fundamento de la convivencia social.
En
el año 2009, en Claves de Razón Práctica,
reivindicaba Habermas la presencia de la religión en la esfera pública por su
capacidad para “ofrecer contribuciones
articuladas a los problemas ignorados de la convivencia solidaria”. A su
juicio, no se debe negar a las instituciones religiosas “el derecho, o la capacidad, de intervenir con aportaciones sustanciales
a la discusión sobre la legalización del aborto y la eutanasia, sobre
cuestiones bioéticas de la medicina reproductiva, sobre la tutela de la
bioesfera y sobre el control del clima”.
Habermas,
que se opone a la pretensión hegemónica de cualquiera de los modelos de
racionalidad, subraya, al igual que Sacks, la complementariedad entre fe y
razón. Si, por un lado, la fe no puede permanecer ajena a la razón -como
recordaba Benedicto XVI en Ratisbona-, la razón secular ha de sentirse
interpelada por el mensaje religioso.
No,
Nietzsche se equivocaba: es verdad que la ética es autónoma, pero sale
beneficiada cuando acepta el impulso que le ofrece la religión: “haz el bien, evita el mal”. Si la
religión es el opio del pueblo, sólo lo es en cuanto es capaz de calmar el
dolor, mitigar el sufrimiento y levantar la esperanza para aspirar a un bien
más alto.
Sin
religión, las sociedades carecen de la visión compartida del bien común que
sustenta la convivencia, los valores fundamentales se convierten en asunto de
elección personal, la violencia del César sólo encuentra freno en una violencia
equivalente opuesta a ella, la moralidad y la responsabilidad se difuminan, el
individualismo se desata.
La
soledad de la que nos habla Greenaway es una vieja conocida nuestra, de la que
ya nos hablaba el hagiógrafo: es una soledad poblada de aullidos.