lunes, 13 de octubre de 2025

REGISTRO DE OBJETORES

 


Hace unos pocos días fui testigo de algo que me hizo sonreír en un principio, y después me ha hecho pensar. Alguien preguntaba a una aplicación de “inteligencia artificial” a través de su móvil: ¿Cuántos brazos tiene… Y cuando hubiera debido terminar la pregunta concretando a qué se refería se quedó en silencio, seguramente buscando cómo expresarlo, cómo formular la pregunta. La aplicación interpretó ese silencio como el final de la pregunta, y se lanzó a responder: La respuesta a la pregunta ¿cuántos brazos tiene? depende del contexto. Una persona tiene generalmente dos brazos, un pulpo tiene ocho brazos o tentáculos, la vía láctea tiene cuatro brazos espirales principales,... 


Sonreí en ese momento, pero desde entonces el recuerdo de aquella respuesta me parece de la máxima actualidad. Porque la aplicación en cuestión supo contemplar al hombre en su situación habitual: de suyo, y si no se hacen más aclaraciones, el hombre tiene dos brazos. Pero a esa aplicación le parece que también los individuos que por alguna razón han perdido uno de sus brazos, o los dos, siguen estando incluidos en la idea de “hombre”.


Según datos del Ministerio de Sanidad, en 2024 se provocaron en España 106.172 abortos, el 21,25% de ellos, en centros de titularidad pública. Del total de abortos provocados, el 2,71% se justificó por riesgos de salud del feto, el 2,65%, por riesgo para la salud  de la madre y el 94,62 (100.460) "a petición de la mujer". Cien mil abortos, casi la totalidad de los ejecutados en España, se llevaron a cabo porque la madre así lo decidió. Yo leo estos datos y me pregunto: ¿por qué quieren cambiar una Constitución con la que es posible esto? ¿Cuáles son esas restricciones actuales que se sortearían mediante un cambio en la Constitución? No acabo de verlas.


Pero hay otra cosa que me hace pensar. Una mínima, minúscula fracción del total apela a una cuestión de “riesgo para la salud” de uno u otra, poco más del 5% del total. ¿Por qué se considera, entonces, un acto médico? La medicina combate la enfermedad y promueve la salud; esto, es otra cosa. No se requiere un compromiso de velar por la salud para llevar a cabo un aborto. Lo que se requiere, más bien, es una habilidad, una capacitación técnica. Que puede enseñarse y aprenderse fuera de las Facultades de Medicina. Que debería aprenderse fuera de esas Facultades, porque los que salen de ellas son continuadores de una tradición que, desde hace más de 2000 años, establece unos criterios mínimos de bioética que incluyen, entre otros aspectos, no dar “jamás a nadie medicamento mortal, aunque me lo pidan, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo; tampoco administraré abortivo a ninguna mujer.“ Esa tradición ha permanecido inalterable hasta que, muy recientemente, algunas versiones, precisamente para “lavar” las muertes provocadas por la eutanasia y el aborto, han suprimido ese párrafo.


Lo que no cambia el hecho de que la Medicina, antes y ahora, actúa con el objetivo de cuidar, preservar y -cuando es posible- sanar la vida humana, toda vida humana. También la de los asesinos confesos, la de los torturadores, la de los criminales de cualquier orden. También la de ellos. Y, con más razón, la de lo inocentes, incluso la de los que no pueden reclamar esos cuidados. Y, como hace la inteligencia artificial, no se deja confundir por el número de brazos que tenga ese hombre, o por su estatura, o por su lugar de residencia.


De modo que mi pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué se encarga a los médicos la ejecución de un aborto? ¿No sería más razonable formar específicamente a profesionales para esa función, en vez de romper la imagen de los médicos que se ha conservado hasta hoy y que nos permite confiar en que estamos en buenas manos y que no van a actuar contra nuestros intereses amparándose en su conocimiento superior? ¿No es más claro llamar al pan, pan, y al vino, vino?


Y otra cosa: ¿por qué habría que hacer un registro de médicos objetores al aborto? Eso es dar por sentado que la mayoría de ellos estarían, de entrada, dispuestos a acabar con la vida que tienen en sus manos. ¿No sería más razonable dar por sentado que ningún médico se prestaría a eso, y, apuntar en una lista el nombre de los que sí están dispuestos,  para saber a quién acudir cuando me interese dar con uno? 


(publicado en la Hoja del lunes de Alicante el 13 de octubre de 2025)

sábado, 27 de septiembre de 2025

CONCIENCIAS TRANQUILAS


La tranquilidad de las conciencias es una de las cosas mejor repartidas del mundo. Todos nos consideramos tan bien provistos de ella que incluso las personas más difíciles de contentar en cualquier otro asunto no desean en general más de la que tienen. Lo mismo el que, tras dejarse el sueño y la paz para salvar una vida, contempla desolado la inutilidad de sus esfuerzos, que el político que se limitó a cumplir una directiva sin prestar atención a las consecuencias que se derivarían de su acción, o el que, apoyándose en la idea de que el fin justifica los medios, inicia una cadena de injusticias: todos, sin excepción, aseguran que tienen la conciencia tranquila.


Nadie mejor que ellos puede saberlo. Pero a mí, cuando oigo hablar de conciencias tranquilas, me vienen a la cabeza los pacientes que, en quirófano, sedados ya y ajenos ya a su entorno, parecen dormir sosegada y apaciblemente, mientras todos a su alrededor ponen en marcha una cadena de acciones coordinadas que no se detendrá hasta que se hayan cumplido todos los pasos previstos (y los azarosos sobrevenidos) que decidirán las posibilidades de su vida en adelante. Si juzgamos la escena por la expresión que se refleja en el rostro del enfermo llegaremos a la conclusión de que se encuentra en el mejor de los estados posibles, que no hay nada en él que deba ser mejorado: está tranquilo.


Se diría que tener la conciencia tranquila es un signo de que el universo se desenvuelve como debe. Por eso, a la conciencia que no se queda tranquila, a la conciencia in-tranquila, inquieta, la llamamos “mala conciencia”. Mala, porque me desasosiega, me arranca de la poltrona, me hace perder la paz y no me deja vivir. Por eso es mala la mala conciencia.


Pero, ¿y si tener la conciencia tranquila no fuera tan buena cosa? Quizá la conciencia tranquila no sea más que una conciencia narcotizada, como nuestro enfermo en el quirófano. Quizá no sea más que una conciencia instalada en un mundo de ensueño, una conciencia ajena a la realidad, un castillo en el aire.


Y, en cambio, la mala conciencia podría no ser tan mala. Porque me sacude, me despierta y me llama a la autocrítica. Porque me exige, y me recuerda que estoy llamado a ser más y a ser mejor. 


Recuerdo una entrevista en la que Rafa Nadal aseguraba que sólo los fallos le permitían mejorar, porque le enseñaban lo que hacía mal (“Lo que hago bien no me ayuda a mejorar: ya lo hago bien”, decía, o algo así). Con la conciencia pasa algo parecido: la conciencia tranquila me palmea la espalda y me conforma con mi situación actual. La mala conciencia, en cambio, me pone en tensión, como el arquero pone en tensión la cuerda de su arco, y me hace llegar más lejos y alcanzar lo inalcanzable.


Bienvenida sea esa mala conciencia que nos zarandea, que nos pone en marcha, que nos ayuda a combatir las sombras que habitan en nosotros, que nos saca de nuestro pequeño mundo-burbuja, que nos impulsa a mejorar. 


Llevamos mucho tiempo ya con la conciencia tranquila.