A
D. Antonio Fernández-Madero, con mi agradecimiento.
En 1878 la Paleoantropología
es la nueva ciencia de moda. En 1856 se había descubierto el hombre de
Neandertal; en 1865, el de Cromañón, Mortillet ha puesto orden en el enrevesado mundo prehistórico y hace sólo siete años que ha publicado Darwin El origen
del hombre. Europeos de las más variadas disciplinas, como Rudolf Virchow,
padre de la
Patología Celular, o el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, se
interesan y se acercan a la Paleoantropología, y París, atenta siempre a la
actualidad, organiza en este año de 1878 una Exposición Universal, encargando
la dirección de la Sección
de Prehistoria al prestigioso sabio Émile Cartailhac, que sólo tres años
después ocupará la primera cátedra francesa de Prehistoria.
Llevado por su interés en los
progresos de la ciencia, pasa por esa Exposición de París Marcelino Sanz de
Sautuola, residente en Madrid, que dedica sus veraneos en la finca familiar de
Santander a buscar entre las cuevas de la zona alguna piedra tallada o algún
hueso fosilizado, de los que luego da cuenta a su amigo Juan Vilanova y Piera,
catedrático de Geología en Madrid. La visita a la Exposición espolea su
interés, y se propone estudiar detenidamente una cueva que ha descubierto hace
poco por casualidad un cazador de la zona en un prado conocido como Altamira.
Allí, en el verano siguiente,
mientras está buscando restos, su hija, que le acompaña, descubre las famosas
pinturas, que primero le desconciertan y luego le llenan de emoción. El
realismo, el colorido y la fuerza viva que parecía salir de aquellas figuras
causan admiración en quien las contempla, y, estimulado por Vilanova, Sautuola
escribe pronto un folleto que remite a Cartailhac comunicando su hallazgo, que
él relaciona con ciertas figuras grabadas en hueso encontradas recientemente en
algunas cuevas francesas. La respuesta del sabio francés es fría y cargada de
escepticismo.
Sautuola no se desanima, y se
presenta en el Congreso Internacional de Prehistoria que se celebra en Lisboa
en 1880, donde expone la dificultad de realizar esos detallados dibujos para
quien no esté familiarizado con sus modelos, así como la presencia de animales
de la era cuaternaria hoy desaparecidos, y la coexistencia en la cueva de
útiles prehistóricos y huesos fósiles de animales extintos.
Cuando termina, un pesado silencio
llena la sala. Entonces pide Cartailhac el uso de la palabra y le acusa con
furia contenida de presentar una falsificación hecha por los modernos pintores
impresionistas para ridiculizar a los sabios europeos. Después de él, Virchow
declara que sabía desde el principio que se trataba de un engaño, y aún hay
quien lo atribuye a discípulos de Goya, a legionarios romanos,… La sala se
llena de las carcajadas de los congresistas, ante la indignación de Vilanova y
la desolación de Sautuola. Sólo cuando Édouard Piette les reprocha su conducta
vergonzosa lamentan los sabios haberse dejado llevar por la risa.
A Sautuola le esperan años de
calvario. El rechazo de su descubrimiento tiene una explicación: no sólo no
existe hasta ese momento conocimiento alguno de pinturas rupestres, sino que el
propio Darwin, que en El origen del hombre describe a los fueguinos como
pueblos primitivos, dice de ellos que no conocen el arte; ¿cómo iban a
conocerlo hombres tan primitivos como los supuestos habitantes de aquella cueva?
En 1881 Sautuola invita a Cartailhac a visitar la cueva, pero el francés
se niega a hacerlo personalmente, y envía en su lugar a Édouard Harlé, que, al
llegar a Santander, presta oído a la maledicencia que acusaba a Sautuola de
haber encargado esas pinturas, y considera que no necesita ya visitarlas para
redactar su informe.
Desde entonces, ya nadie quiere
saber nada de las pinturas. Sautuola va de boca en boca, se ríen de él, lo
toman por loco o, peor, por embustero. En 1883 Mortillet escribe su Manual
de Prehistoria: ni siquiera menciona Altamira; en 1886 Cartailhac publica
su célebre Las edades prehistóricas en España y Portugal: el más
despectivo silencio sobre las pinturas y su descubridor. Sautuola pasa sus
últimos años luchando sin éxito: el eco de sus palabras se pierde en el
menosprecio de los distintos Congresos a los que asiste. Empeña su tiempo, su
honor y sus bienes intentando que la verdad sea reconocida y admirada. No lo
logra, y, sin embargo, no se descorazona. Y cuando muere, despreciado y
olvidado, en 1888, queda la cueva, cerrada con llave, esperando que la verdad
resplandezca algún día.
Y siete años después, en 1895,
Émile Rivière descubre casualmente, en La Mouthe, un bisonte grabado en un muro. En ese
momento le viene a la cabeza la figura errante de Sautuola y su voz resonando
en los foros de sus colegas europeos, y ordena que se excave la cueva: aparecen
en las paredes bisontes, caballos, renos,... ¡hasta un mamut! Y a esto siguen,
luego, los hallazgos de Pair-non-Pair, Chabot, Les Combarelles,
Font-de-Gaume,...
Los sabios se rinden a la
evidencia. Y Cartailhac, al visitar los nuevos hallazgos, recuerda a aquel
hombre del que tan despiadadamente se había burlado en cuantos Congresos
coincidió con él, y siente una punzada de dolor y de vergüenza. Es, a pesar de
su pasión, un hombre honrado y se impone el deber de rehabilitar la memoria de
aquel español que había arriesgado y perdido su reputación en defensa de la
verdad. Cartailhac está en la cúspide de su prestigio pero reconocerá
públicamente su error aunque tenga que sacrificar su amor propio, aunque sufra
también su dignidad. Toma entonces su pluma y escribe Las cavernas pintadas
y la cueva de Altamira. Mea culpa de un escéptico. Visita luego a María, la
hija de Sautuola, y solicita humildemente su autorización para visitar la
cueva. Entran juntos. El sabio, contemplando las pinturas, se apoya en el
hombro de su acompañante y dice, cabizbajo: -Ya sólo puedo hacer una cosa: he
de rehabilitar a su padre ante la ciencia... María le mira y recuerda,
conmovida, como en un sueño, a su padre, veinte años atrás, arrodillado en la cueva, recogiendo
piedras y fósiles, y a ella misma gritándole desde el fondo: -¡Mira, papá:
bueyes!
Emite ahora Correos un matasellos
conmemorativo del hallazgo. En un momento en que la verdad es a menudo relegada
en favor de otros intereses, es ésta una ocasión para recordar el ejemplo de
aquellos dos hombres que supieron exponer su prestigio para defender la verdad
que conocieron.