"La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón: -Conforme. El porquero: -No me convence." (Antonio Machado: "Juan de Mairena" )
jueves, 10 de junio de 2021
LA EUTANASIA NO ES UN ACTO MÉDICO
domingo, 6 de junio de 2021
LA FUERZA DE LA COMUNIDAD
En su Discurso de Investidura el
presidente Kennedy dejó una frase en la memoria colectiva: “No preguntes qué
puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. No
entendimos que nos lo decía a nosotros, y, como no lo entendimos, llevamos
todos este tiempo sufriendo las consecuencias de dejarlo todo en manos del
Estado. De ese “Estado del Bienestar”, “Estado asistencial” en el que -tal y
como lo venimos entendiendo- el ciudadano se desentiende de sus intereses y
necesidades, y lo fía todo a esa entidad abstracta y lejana a la que hace
responsable de su bienestar. Es más cómodo, desde luego. Y más irresponsable,
porque significa que cuando el Estado toca fondo -y lo toca a menudo, ya que todos
los costes van a parar a su bolsillo- o cuando cambia la persona, o la
voluntad, o los intereses, del César, el primer perjudicado es ese ciudadano
que le había confiado su bienestar. ¿Estamos sin remisión a merced del César?
Algo habrá que hacer si queremos que
cambien las cosas, porque si todo lo fiamos a un cambio en el Gobierno vamos a
estar siempre en las mismas. La respuesta es volver a Kennedy y preguntarnos si
no podemos hacer algo por nosotros mismos, algo que pueda sobrevivir a los
cambios en las instituciones del Estado: ponernos en marcha -la sociedad civil-
para asumir nuestros propios intereses, y defenderlos. ¿Por qué iba a tener el
Estado más interés que yo en que mis necesidades sean cubiertas? ¿Por qué no
ocuparnos de lo que nos afecta -a nosotros o a nuestra familia, amigos,
vecinos, colegas,…- y está en nuestras manos? El Estado debería ser la
instancia subsidiaria que cubriera aquellas áreas a las que no llegue la
sociedad civil. Con dos ventajas evidentes: evitaríamos bancarrotas públicas
como la que tenemos ahora, y no quedaríamos al capricho y conveniencia del
gobernante de turno.
Todo esto, que es aplicable a
infinidad de situaciones de la vida social, lo escribo pensando en la
comprometida situación en la que quedan en España los miles de dependientes y
enfermos crónicos y terminales, para cuyo alivio físico o emocional lo único
que les ofrece la asistencia de nuestro “Estado asistencial”, es una salida
rápida y silenciosa por la puerta de atrás. No es una decisión de la sociedad,
que no ha sido consultada, ni de las personas con conocimiento especifico de la
materia, que, aunque se han pronunciado frecuente y unánimemente, no ha sido
escuchadas. El César, simplemente, no quiere escuchar voces contradictorias.
Pero eso no debería ser un problema: esas voces que no son escuchadas son
muchas y tienen manos. Y de ellas depende que se note.
La historia la cuenta Rafael Mota
Vargas, médico internista del Complejo Hospitalario Universitario de Badajoz y
Presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos:
José Antonio tenía 45 años. Hombre joven,
soltero, fuerte, de campo. Sin estudios pero con esa sabiduría natural que te
da la vida. Vivía en una casita humilde en medio de la dehesa extremeña con su
madre Felipa, viuda, 80 años, mujer menuda pero activa y recia.
José Antonio se dedicaba a criar pollos,
gallinas y ganado en general. Aquel día maldito, sin saber cómo, cayó
súbitamente y tuvo un dolor en la pierna izquierda «como nunca antes había
tenido». En el hospital, tras estudio extenso, la noticia: «Fractura patológica
de fémur. Cáncer diseminado. Menos de 3 meses de vida. No hay nada más que
hacer. Traslado a Cuidados Paliativos». Tras dos meses de ingreso (intervención
quirúrgica, control del dolor, soporte emocional, apoyo a su madre y todo lo
que suele hacer un equipo de cuidados paliativos) llega la pregunta: «Doctor,
quiero irme a mi casa, aquí en el hospital me muero». El equipo de paliativos:
«¿Y ahora qué?». José Antonio y Felipa, sin más familia, solo se tenían el uno
al otro y, encima, vivían en medio del campo a 10 km del consultorio más
cercano y a 45 minutos del hospital. Felipa lloraba por las esquinas; «Si ella
necesita que la cuiden», decía la enfermera.
Una tarde de hospital, al visitar a José
Antonio, se enciende la chispa. Su habitación estaba llena de amigos. Los
juntamos a todos y planteamos «José Antonio se quiere ir a casa pero Felipa no
puede cuidarlo sola». Y ahí, de súbito, como cuando apareció la enfermedad, se
organizaron: uno se encargó de las medicinas, otro ayudaba a Felipa en la
cocina, el de más allá se hizo cargo de los animales, otro se quedaba por las
noches, unos cuantos lo sacaban de paseo y hasta lo llevaban de pesca al
pantano, su afición favorita. «iPor fin en casa doctor!, ¡esto sí que es
vida!», decía… «Mire el cielo, respire el aire, cómo huelen las flores
¿verdad?, aquí soy tremendamente feliz»… Nueve meses en casa, en la dehesa
extremeña, feliz a su manera… Y fue posible gracias a sus amigos: la fuerza de
la comunidad.
En los últimos años se han producido
importantes cambios demográficos en todo el mundo (envejecimiento de la
población, desarrollo tecnológico, cambios en el papel del paciente, cambios
económicos y sociales,...) que obligan a replantear el enfoque y la organización de
los servicios sanitarios. La incidencia y prevalencia de las enfermedades
crónicas está en aumento y presumiblemente será mucho mayor en los próximos
años. Entre un 1 y un 1,5 % de la población padece enfermedades crónicas
complejas en fase avanzada con altas necesidades de cuidados, y tres de cada
cuatro muertes se producen por la progresión de problemas crónicos de salud. El
envejecimiento, la dependencia y la soledad van de la mano. Todo esto lleva a
la incapacidad de los sistemas sanitarios y sociales actuales para proporcionar
la atención que se espera de ellos. Su propia sostenibilidad está en peligro, y
es cada vez más necesario apostar por la sociedad civil.
No digo que sea fácil. Sólo que es urgente.
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ESTADO ASISTENCIAL Y SOCIEDAD CIVIL: LO QUE PUEDES HACER TÚ POR TU PAÍS
lunes, 9 de noviembre de 2020
LIBERTAD DE EXPRESIÓN. EL EJEMPLO DE ADOLFO SUÁREZ
Faltan poco más de dos meses para que se cumplan cuarenta años de la dimisión de Adolfo Suárez como Presidente de Gobierno. Su fecundo mandato, capital en la historia contemporánea de España, abrió nuevas posibilidades y cambió el rumbo de nuestra historia. Nada lo que ha venido después de él puede explicarse sin él. Larga sombra para un breve período: desde su toma de posesión hasta su dimisión sólo transcurrieron cuatro años y medio.
Presidente de Gobierno desde el 5 de julio de 1976 por designación del Rey, recibió el encargo de traer la democracia a España, pero, tras conseguir lo que se llamó “el harakiri” de las cortes franquistas, no se precipitó a convocar elecciones. Sabía que la celebración de unas elecciones democráticas requiere la existencia de una “opinión pública”, y había que crear las condiciones para que eso fuera posible. Porque desde 1966 regía en España la “Ley de Prensa e Imprenta”, que imponía a las publicaciones unos límites políticos, y confería a la Administración facultades para sancionar a los medios de comunicación: algunas cosas estaba prohibido decirlas, y el que se atrevía a hacerlo se exponía, en el mejor de los casos, a que le secuestrasen la publicación.
El primer paso de Suárez fue derogar aquella ley con la publicación, el 1 de abril de 1977, del Real Decreto sobre Libertad de Expresión. Alumbró así el nacimiento de una “opinión pública”, cuyos matices se encargaron de encauzar los diversos partidos políticos recién estrenados. Tras las elecciones del 15 de junio, Suárez se convertiría en el primer Presidente emanado de las urnas de nuestra historia actual. Ya sabemos cómo fueron luego las cosas: en octubre del año siguiente aprobaron las Cortes una nueva Constitución, que sería ratificada en el referéndum del 6 de diciembre de 1978.
Después, Suárez se vio perseguido y acosado por su propio partido –la UCD-, por el PSOE y por la prensa. Fue víctima de críticas desmedidas e injustas. Pero su respuesta a ello no fue la supresión de la flamante libertad de expresión que disfrutábamos –y a la que en el decreto-ley había calificado de “indeclinable”-; fiel a ella, y a sí mismo, Suárez afrontó con entereza aquella campaña que desembocó en su dimisión el 29 de enero de 1981.
La democracia es en nuestra época el único sistema de regirse los pueblos que es capaz de legitimidad. Pero no carece de riesgos. Porque, como sabía Suárez, en los regímenes democráticos el poder se funda en la opinión pública, y por eso, la libertad de expresión es la libertad más amenazada: sin ella no se pueden reclamar las demás, y si ella falta se oculta el hecho de que las demás quizás no existan.
Pero inmediatamente después de reclamar la libertad de expresión hay que reclamar la libertad de reaccionar intelectualmente a lo que se dice: la libertad de juzgar, de medir su verdad, su justificación o su acierto: lo que se dice puede ser veraz e inteligente, pero también puede ser un disparate, una estupidez, o pura y simple mentira. Existe el derecho a decirlo, pero también existe el derecho a valorar lo que se dice y a formar una opinión propia. Y ésa es también la función de una prensa responsable, que sea consciente de su papel como “cuarto poder” y se esfuerce por estar a la altura. Si se abandona el ejercicio de esa libertad la democracia se desvirtúa y se corrompe.
Esta libertad de estimación es preciosa. Y es irrenunciable. Porque permite distinguir de personas, conocer -y apoyar- a quienes representan lo que nos parece valioso. Nos permite saber quién es quién, conocer la catadura de quien así se expresa, su forma de contemplar la realidad, el fondo desde el que habla. Nos permite saber si es alguien digno de confianza y si merece nuestra admiración y nuestro afecto. Nos permite decidir si vamos a repetir lo que nos dice, si vamos a hacernos eco de él. Y si volveremos a prestarle atención.
Esa debe ser la respuesta cuando alguien falsifica la realidad: dejar de prestar atención a lo que dice. Desde luego, la respuesta no puede ser volver a las formas de aquellos tiempos en que había cosas que estaba prohibido decir. La respuesta no puede ser cancelar la libertad de expresión. Porque es lo mismo que cancelar la democracia.
Pero sí exigir responsabilidades por lo que se dice. Y, cuando es necesario, reaccionar oportunamente: -“Nos vemos en el Juzgado”.