El día 16 de abril de 2005 el cardenal Ratzinger cumplía
78 años y, preguntado por su situación en el Cónclave que se iniciaba dos días
más tarde, aseguró su completa falta de ambición papal. Había invertido sus
ahorros en comprar una casa en Alemania a la que retirarse con su hermano
Georg, y si no estaba ya en ella era porque Juan Pablo II le había pedido que
aplazase su jubilación.
La víspera del Cónclave Ratzinger era considerado el
candidato con más posibilidades, y la prensa europea atacaba de frente. El
Sunday Times recordaba en portada su integración en las Juventudes Hitlerianas,
los “vaticanófobos” consideraban que un conservador a machamartillo entraba
Papa al Cónclave y su paso “de Gran Inquisidor a jefe de la Iglesia Católica”
no auguraba nada bueno. El “guardián de la fe” no era el candidato más idóneo
para poner en marcha la larga serie de reclamaciones que la prensa europea
recordaba a los cardenales: celibato sacerdotal, aborto, ordenación de mujeres,
matrimonio homosexual,… Ratzinger era demasiado viejo, demasiado enfermo,
demasiado europeo, demasiado intelectual, demasiado “línea dura”
Pero cuando, al día siguiente, se iniciaba el Cónclave,
desde la primera votación se confirmó su posición destacada, poniéndose de
manifiesto la libertad de los cardenales por encima de las presiones de los
medios. Las cosas no salían como Ratzinger hubiera deseado. Él mismo ha
confesado que, al ver que en las sucesivas votaciones aumentaba su ventaja,
dirigió su oración a Dios: “¡No me hagas esto!”. El segundo día de votaciones,
mientras se iban leyendo en voz alta los votos de la urna, dos lágrimas corrían
por sus mejillas. Con 78 años a cuestas, cansado ya de estar cansado, se le
pedía la entrega definitiva, apurar la oblación. Seguro de su debilidad, pero
también seguro de la asistencia de Dios, se puso en Sus manos y consintió en Su
voluntad.
El mismo día de su elección, desde el balcón del Palacio Apostólico, afirmaba: “Me consuela el hecho de que el Señor sabe
trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me
encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando
en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su
santísima Madre, estará a nuestro lado.” Con la humildad que le caracterizó
como profesor, como teólogo y como Prefecto emprendió un Pontificado apoyado
únicamente en la palabra de Jesús, que le había dicho: “Tú eres Pedro, y sobre
esta piedra Yo edificaré mi Iglesia”.
Y le dejó edificar. Los críticos que temían un poder
avasallador se encontraron con un Papa que pedía perdón por los pecados de la
Iglesia, que reconocía que el mayor enemigo de la Iglesia estaba dentro de
ella, que tendía una mano a los disidentes, que no confundía su obra privada
con el magisterio petrino. Se encontraron con que un Papa al que habían
calificado de conservador… ¡renunciaba a la Cátedra de Pedro!
Las mismas voces que le acusaron en 2005 de haber hecho
campaña para ser elegido le reprochan ahora “bajarse de la Cruz”, y son las
mismas voces que reprocharon a Juan Pablo II “aferrase al poder”. No comprenden
nada. Ignoran que Dios tiene un plan personal para cada uno de nosotros, que no
pide lo mismo a todas las personas, y tampoco pide lo mismo a todos los Papas.
Que lo decisivo es el servicio a la fe, el servicio a la Iglesia de Cristo.
Benedicto XVI lo ha explicado con mucha claridad: dadas sus condiciones
físicas, y después de mucho tiempo de oración ante el Señor, y por el bien de
la Iglesia, toma la decisión de renunciar al servicio que tenía encomendado. Tras
consultarlo largamente con el Señor, y por el bien de Su Iglesia.
Hay poco que añadir. Sólo una cosa: que se encomendó a mis oraciones, y yo no
he rezado bastante por él.