Beatriz
tiene un hijo de 18 meses y otro en camino. Que está embarazada, quiero decir:
en camino estamos todos. Tiene, además, una enfermedad crónica, lupus
eritematoso, pero eso no ha impedido un nuevo embarazo. En realidad, el lupus
ya estaba ahí cuando quedó embarazada de su hijo mayor. No es un impedimento
grave. De hecho, la gestación supone cambios en el cuerpo de la madre que
alivian los síntomas directos del lupus. Es verdad que, en evoluciones largas,
pueden sobrevenir complicaciones que requieran más cuidadosa atención durante
el embarazo, pero no parece ser ése el caso de Beatriz, que ha alcanzado la
semana 27ª sin graves dificultades. Como, por otra parte, era de esperar, dado
que su anterior embarazo es tan reciente que no ha dado tiempo a la aparición
de complicaciones por cronicidad.
Pero
algunas voces se han apresurado a advertir sobre el peligro que corre la vida
de Beatriz, y todos nos sentimos conmovidos por la situación de esta joven
mujer que se expone a una muerte cierta si no desiste de llevar adelante su
embarazo. Y Beatriz, la primera. Ella no sabe medicina, ella sólo sabe lo que
le dicen: que, si no aborta, morirá. No quiere abortar, pero no quiere morir.
No quiere morir, pero no quiere abortar. ¿Cómo escapará de ese nudo?
Conviene
separarnos un poco para tener algo de perspectiva, para poder ver las cosas
mejor, y en su totalidad. Lo que contemplamos entonces es lo siguiente: Beatriz
ha alcanzado la semana 27ª: su hijo es viable, puede nacer con garantías y
comenzar su vida extrauterina. No en otro país, no con otras condiciones
sanitarias: es viable allí, en El Salvador, donde está ahora Beatriz. De hecho,
su hijo mayor nació tras 26 semanas de gestación: una menos. Por lo tanto, no
se trata de ficción o de un deseo: es un dato objetivo.
Es
verdad que hay otro dato objetivo: el niño que crece dentro de ella está
enfermo. Y morirá sin remedio. Como yo, como todos. Pero él, quizá antes que todos nosotros.
Beatriz siente a su hijo crecer y moverse dentro de ella. No quiere que muera.
Morirá, pero Beatriz no quiere que muera. Morirá “superiormente a ella”. ¿Qué
haría cualquier madre, cualquiera de nosotros, si supiésemos que alguien a
quien queremos morirá en poco tiempo? ¿Aceleraríamos el tránsito? ¿No lo
cuidaríamos con mimo y procuraríamos aprovechar el tiempo que quede, bebernos
cada minuto?
El
amor consiste en eso –el amor consiste también
en eso-: entre matar despedazando –o quemando con solución salina- y cuidar
atendiendo a su bienestar y a su dignidad hasta que sobrevenga la muerte, no se
plantea la duda.
Entonces,
¿por qué ha estado Beatriz en esa alternativa? Si el embarazo complicaba su
porvenir, el parto era una salida sin riesgos para ninguno de los dos
implicados, ¿por qué se ha peleado para que, en vez de eso, consienta en
abortar? ¿Alguien creía en serio que un parto bien atendido, o, llegado el
caso, una cesárea, suponía para Beatriz más riesgos que los que implica un
aborto, especialmente dadas sus condiciones de salud? ¿Hemos estado hablando, de verdad, de lo que
sería mejor para Beatriz? ¿Por qué el grupo de abogados que presentó la
solicitud afirmaba que estaba “en riesgo de muerte inminente”? ¿Ignoraban esos
abogados que tal riesgo no existía? Porque, en ese caso, no podemos fiarnos de
lo que nos digan. ¿O no lo ignoraban, sino que fingieron ignorarlo? Porque,
entonces, menos todavía podemos fiarnos de lo que nos digan.
En
esto ha quedado la historia de Beatriz, una historia que ha dado la vuelta al
mundo como bandera del movimiento abortista antes de comprobarse que todo era
una farsa, un bluf, una falsificación. Pero, también, una historia para
recordar. Cervantes llamaba a la historia “testigo de lo pasado, ejemplo y
aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”.
Pues
eso.