Nos han acostumbrado a términos como “cigoto”, “preembrión”, “embrión”,… como si fueran entidades bien definidas, estables. La realidad es muy diferente: la fecundación del óvulo da lugar a una serie de acontecimientos en cascada cuyo interés va más allá de lo puramente biológico.
Para empezar, con la entrada del núcleo del espermatozoide se reanuda la división del material genético del óvulo, división que había quedado interrumpida hasta este momento y que es necesaria para permitir la unión de los dos núcleos. Es decir, que la entrada del espermatozoide no solamente da lugar a un nuevo ser genéticamente distinto de sus progenitores -el embrión (“cigoto” en este momento unicelular)- sino que, en rigor, es el hecho que capacita al óvulo para ello. A partir de aquí comienza el camino que dará finalmente como resultado un ser adulto.
La primera división del cigoto produce la separación de dos células precisamente a la altura del punto de entrada del espermatozoide. Y esto no va a ser indiferente, porque esas dos células ya no van a ser iguales: la célula que englobe el punto de entrada tendrá mayor volumen que la otra y se dividirá antes. Luego, las células que provengan de esta “hermana mayor” constituirán la “masa celular interna”, de la que derivará el feto. Recientemente la doctora Magdalena Zernicka-Goetz ha demostrado que minutos después de que el espermatozoide se una al óvulo, surge el esquema corporal del feto, y las 24 horas aparecen los ejes delante-detrás y arriba-abajo.
Las sucesivas divisiones celulares trasforman el cigoto en un acúmulo celular llamado “mórula” por su semejanza con una pequeña mora. Pero ya sabemos que esa mórula está orientada espacialmente, y en su interior se forma una cavidad lateral, formando en la zona opuesta la “masa celular interna” ya mencionada. Cuando aparece esa cavidad denominamos al embrión "blastocisto".
En este momento han pasado siete días desde la fecundación, que ocurrió en el extremo de la trompa de Falopio, y el embrión ya ha llegado al útero, donde tiene lugar un reconocimiento recíproco que desembocará en la “implantación”, el anidamiento del embrión dentro del útero.
¿Es el embrión una parte del cuerpo de la madre? La respuesta nos la da la misma biología: el embrión manda unas señales biológicas a las que ella responde provocando un cambio en su sistema defensivo inmune. Y eso -que es exactamente lo que pretenden los médicos cuando administran medicación para evitar el rechazo de un órgano que han trasplantado- es lo que permite que el cuerpo de la madre tolere al de su hijo en su interior. Aunque en ocasiones la acción del embrión no es capaz de superar esa reacción defensiva, y el resultado es el rechazo de ese embrión, el aborto.
El lector atento habrá observado que en este relato no ha aparecido el llamado “preembrión”. La razón es que se trata de un concepto sin contenido biológico, un término acuñado por razones “legales” (ya dije que el interés de todo esto va más allá de lo puramente biológico) que pretende dar a la fase preimplantatoria una individualidad propia que en realidad no existe: el embrión es siempre el mismo ser en una evolución constante y paulatina, cuyas etapas se suceden sin cambios bruscos, como ocurre en el tránsito del niño al anciano. Términos como “cigoto”, “mórula” o “blastocisto” no son más que designaciones de las distintas formas que va adoptando en sus distintas fases la vida humana, lo mismo que "embrión", "feto", "niño", "joven", "adulto" y "viejo".
Todos los pasos que hemos visto en el desarrollo del embrión están programados y regidos internamente por su propio ADN. No hay marcha atrás, no hay retorno. La mórula no volverá a ser cigoto, el feto no volverá a ser blastocisto. Y no hay retorno porque tiende a un final pre-establecido, establecido con antelación. El embrión humano está programado y destinado a ser un niño, y lo será si no se interfiere. Pero si se interfiere no se convertirá en embrión de otra especie: simplemente, morirá. Diversos autores han señalado la semejanza que el embrión humano presenta con el embrión de animales como el pollo o el cerdo, por ejemplo. Esa semejanza es aparente: el libro de ruta de cada uno de ellos es absolutamente distinto, como no tarda en ponerse en evidencia. Borges habla de cierta enciclopedia china en la que encontró una clasificación de los animales: “pertenecientes al emperador”, “embalsamados”, “amaestrados”,…; el último grupo era el de los animales “que de lejos parecen moscas”. Puede ser que, de lejos, parezcan moscas, pero sólo hay que acercarse para ver que la realidad es que no lo son. De igual manera, puede ser que, al principio, un embrión humano parezca un embrión de pollo. No nos dejemos engañar: sólo hay que esperar para ver que en realidad es un ser humano.
Para empezar, con la entrada del núcleo del espermatozoide se reanuda la división del material genético del óvulo, división que había quedado interrumpida hasta este momento y que es necesaria para permitir la unión de los dos núcleos. Es decir, que la entrada del espermatozoide no solamente da lugar a un nuevo ser genéticamente distinto de sus progenitores -el embrión (“cigoto” en este momento unicelular)- sino que, en rigor, es el hecho que capacita al óvulo para ello. A partir de aquí comienza el camino que dará finalmente como resultado un ser adulto.
La primera división del cigoto produce la separación de dos células precisamente a la altura del punto de entrada del espermatozoide. Y esto no va a ser indiferente, porque esas dos células ya no van a ser iguales: la célula que englobe el punto de entrada tendrá mayor volumen que la otra y se dividirá antes. Luego, las células que provengan de esta “hermana mayor” constituirán la “masa celular interna”, de la que derivará el feto. Recientemente la doctora Magdalena Zernicka-Goetz ha demostrado que minutos después de que el espermatozoide se una al óvulo, surge el esquema corporal del feto, y las 24 horas aparecen los ejes delante-detrás y arriba-abajo.
Las sucesivas divisiones celulares trasforman el cigoto en un acúmulo celular llamado “mórula” por su semejanza con una pequeña mora. Pero ya sabemos que esa mórula está orientada espacialmente, y en su interior se forma una cavidad lateral, formando en la zona opuesta la “masa celular interna” ya mencionada. Cuando aparece esa cavidad denominamos al embrión "blastocisto".
En este momento han pasado siete días desde la fecundación, que ocurrió en el extremo de la trompa de Falopio, y el embrión ya ha llegado al útero, donde tiene lugar un reconocimiento recíproco que desembocará en la “implantación”, el anidamiento del embrión dentro del útero.
¿Es el embrión una parte del cuerpo de la madre? La respuesta nos la da la misma biología: el embrión manda unas señales biológicas a las que ella responde provocando un cambio en su sistema defensivo inmune. Y eso -que es exactamente lo que pretenden los médicos cuando administran medicación para evitar el rechazo de un órgano que han trasplantado- es lo que permite que el cuerpo de la madre tolere al de su hijo en su interior. Aunque en ocasiones la acción del embrión no es capaz de superar esa reacción defensiva, y el resultado es el rechazo de ese embrión, el aborto.
El lector atento habrá observado que en este relato no ha aparecido el llamado “preembrión”. La razón es que se trata de un concepto sin contenido biológico, un término acuñado por razones “legales” (ya dije que el interés de todo esto va más allá de lo puramente biológico) que pretende dar a la fase preimplantatoria una individualidad propia que en realidad no existe: el embrión es siempre el mismo ser en una evolución constante y paulatina, cuyas etapas se suceden sin cambios bruscos, como ocurre en el tránsito del niño al anciano. Términos como “cigoto”, “mórula” o “blastocisto” no son más que designaciones de las distintas formas que va adoptando en sus distintas fases la vida humana, lo mismo que "embrión", "feto", "niño", "joven", "adulto" y "viejo".
Todos los pasos que hemos visto en el desarrollo del embrión están programados y regidos internamente por su propio ADN. No hay marcha atrás, no hay retorno. La mórula no volverá a ser cigoto, el feto no volverá a ser blastocisto. Y no hay retorno porque tiende a un final pre-establecido, establecido con antelación. El embrión humano está programado y destinado a ser un niño, y lo será si no se interfiere. Pero si se interfiere no se convertirá en embrión de otra especie: simplemente, morirá. Diversos autores han señalado la semejanza que el embrión humano presenta con el embrión de animales como el pollo o el cerdo, por ejemplo. Esa semejanza es aparente: el libro de ruta de cada uno de ellos es absolutamente distinto, como no tarda en ponerse en evidencia. Borges habla de cierta enciclopedia china en la que encontró una clasificación de los animales: “pertenecientes al emperador”, “embalsamados”, “amaestrados”,…; el último grupo era el de los animales “que de lejos parecen moscas”. Puede ser que, de lejos, parezcan moscas, pero sólo hay que acercarse para ver que la realidad es que no lo son. De igual manera, puede ser que, al principio, un embrión humano parezca un embrión de pollo. No nos dejemos engañar: sólo hay que esperar para ver que en realidad es un ser humano.