Nuestro ordenamiento legislativo prevé determinadas circunstancias en las cuales acabar con la vida de otra persona no está penado: actuar en defensa propia, por ejemplo. De ahí no se deduce que nadie tenga “derecho a matar” a otro: sigue siendo delito, pero al que lo hace en esas circunstancias “no se le tiene en cuenta”.
Sin embargo, parece que, desde el principio, con la despenalización del aborto esto no se ha visto claro, y se ha extendido la creencia de que despenalizarlo lo convierte en un derecho, del mismo rango que mi derecho a tener una vivienda digna. Hasta el punto de que los últimos datos oficiales del aborto provocado en España permiten suponer que el recurso al aborto es contemplado, en un alto porcentaje de sus casos, como uno más de los medios anticonceptivos: el 19% de las gestaciones terminan por aborto provocado. Para hacernos una idea, las feroces matanzas entre hutus y tutsis de los años 90 acabaron con el 11% de la población de Ruanda.
Y ni siquiera se es consciente de lo que se destruye, porque después de declarar solemnemente que nuestro máximo valor es la vida humana, resulta que no sabemos en qué consiste eso que llamamos “vida humana”. Hay quienes se esfuerzan por trazar una línea en el desarrollo embrionario y decir: hasta aquí no hay vida humana. Los argumentos son variados, y diferentes autores trazan su línea en un punto diferente, lo cual es una prueba de que ninguna de ellas resulta convincente, ninguna de ellas está libre de prejuicio, todas son, en el fondo, decisiones arbitrarias que tras un análisis superficial se desvanecen como trazos en el agua.
Sin embargo, bastaría que pensásemos en nuestra propia vida para comprender que la vida humana no es algo concluso, terminado, cerrado, sino una vida que consiste en permanente desarrollo, que estamos siempre “en camino”: hemos venido a ser quienes somos hoy, estamos en camino de ser quienes seremos mañana. Sabemos que esto continuará hasta el momento de nuestra muerte, pero ¿cuándo empezó este camino? Al nacer, dicen algunos. Pero si pensamos en la víspera de nuestro nacimiento nos damos cuenta de que también a ese momento hemos “llegado”. Y si seguimos retrocediendo nos damos cuenta de que podemos llegar hacia atrás hasta la fecundación sin ser capaces de señalar un momento a partir del cual “comenzamos”.
Llegados a este punto, ¿qué hacer? Hemos de tomar una decisión al respecto, porque no tomarla es ya una decisión: la decisión de mirar para otro lado. No hay que hacer consultas a expertos, basta con que nos pongamos en situación: estoy ante una vida que no sé si es humana, exactamente como se encuentra el cazador con su escopeta cargada frente a un arbusto tras el cual algo se mueve. ¿Disparará? Si la vida humana es un bien superior a la vida animal, lo único que puede hacer es esperar a estar seguro, la mera posibilidad de que se trate de un hombre le impone una actitud de “alto el fuego”.
Si nuestro sabios no se ponen de acuerdo –y no se ponen de acuerdo en absoluto: la duda abarca desde reconocer vida personal germinante en la respuesta del embrión a los factores maternos durante su camino hacia el útero, hasta la que no admite rasgos de humanidad sino mucho tiempo después del nacimiento- no cabe otra decisión que la de “alto el fuego”: ¿por qué privilegiar un punto de vista?, ¿por interés político o por conveniencia social?, ¿es en eso en lo que consiste “tener como máximo valor la vida humana”?
Sin embargo, parece que, desde el principio, con la despenalización del aborto esto no se ha visto claro, y se ha extendido la creencia de que despenalizarlo lo convierte en un derecho, del mismo rango que mi derecho a tener una vivienda digna. Hasta el punto de que los últimos datos oficiales del aborto provocado en España permiten suponer que el recurso al aborto es contemplado, en un alto porcentaje de sus casos, como uno más de los medios anticonceptivos: el 19% de las gestaciones terminan por aborto provocado. Para hacernos una idea, las feroces matanzas entre hutus y tutsis de los años 90 acabaron con el 11% de la población de Ruanda.
Y ni siquiera se es consciente de lo que se destruye, porque después de declarar solemnemente que nuestro máximo valor es la vida humana, resulta que no sabemos en qué consiste eso que llamamos “vida humana”. Hay quienes se esfuerzan por trazar una línea en el desarrollo embrionario y decir: hasta aquí no hay vida humana. Los argumentos son variados, y diferentes autores trazan su línea en un punto diferente, lo cual es una prueba de que ninguna de ellas resulta convincente, ninguna de ellas está libre de prejuicio, todas son, en el fondo, decisiones arbitrarias que tras un análisis superficial se desvanecen como trazos en el agua.
Sin embargo, bastaría que pensásemos en nuestra propia vida para comprender que la vida humana no es algo concluso, terminado, cerrado, sino una vida que consiste en permanente desarrollo, que estamos siempre “en camino”: hemos venido a ser quienes somos hoy, estamos en camino de ser quienes seremos mañana. Sabemos que esto continuará hasta el momento de nuestra muerte, pero ¿cuándo empezó este camino? Al nacer, dicen algunos. Pero si pensamos en la víspera de nuestro nacimiento nos damos cuenta de que también a ese momento hemos “llegado”. Y si seguimos retrocediendo nos damos cuenta de que podemos llegar hacia atrás hasta la fecundación sin ser capaces de señalar un momento a partir del cual “comenzamos”.
Llegados a este punto, ¿qué hacer? Hemos de tomar una decisión al respecto, porque no tomarla es ya una decisión: la decisión de mirar para otro lado. No hay que hacer consultas a expertos, basta con que nos pongamos en situación: estoy ante una vida que no sé si es humana, exactamente como se encuentra el cazador con su escopeta cargada frente a un arbusto tras el cual algo se mueve. ¿Disparará? Si la vida humana es un bien superior a la vida animal, lo único que puede hacer es esperar a estar seguro, la mera posibilidad de que se trate de un hombre le impone una actitud de “alto el fuego”.
Si nuestro sabios no se ponen de acuerdo –y no se ponen de acuerdo en absoluto: la duda abarca desde reconocer vida personal germinante en la respuesta del embrión a los factores maternos durante su camino hacia el útero, hasta la que no admite rasgos de humanidad sino mucho tiempo después del nacimiento- no cabe otra decisión que la de “alto el fuego”: ¿por qué privilegiar un punto de vista?, ¿por interés político o por conveniencia social?, ¿es en eso en lo que consiste “tener como máximo valor la vida humana”?