Sabemos que determinados hábitos, como el tabaquismo, el alcoholismo o el sedentarismo, repercuten desfavorablemente en nuestra salud y, en consecuencia, consideramos responsabilidad nuestra evitar los riesgos para nuestra salud cambiando dichos hábitos. No negamos que la Medicina pueda actuar solidariamente buscando una solución a los problemas que se produzcan, pero nos parecería descabellado que un médico nos dijese “puede usted seguir fumando tranquilamente, que la Medicina se ocupará de protegerle de los riesgos que corre y, si llega el caso, de curarle la enfermedad que sobrevenga”, y consideraríamos un completo irresponsable a quien hiciese caso de ese consejo y se empecinase en vivir contra su salud.
Y, en efecto, las autoridades competentes intervienen, en primer lugar, atacando de raíz el problema con medidas coercitivas, en las dos acepciones que recoge la Academia para el término: “que sirve para forzar la voluntad o la conducta de alguien.” y “represivo, inhibitorio”, con el fin de que sustituyamos la conducta habitual que nos coloca en riesgo grave para la salud por una forma de vida exenta de esos riesgos: no fume, haga usted ejercicio. Luego se hará caso de esa recomendación, o no, pero lo primero es recomendar que cambie de vida. Esto, hoy por hoy, tiene poca discusión. Las medidas propiamente asistenciales de la Medicina vienen después, para corregir los problemas aparecidos, pero no sustituyen una actitud personal responsable. Aún recordamos el triste caso de George Best, el antiguo jugador del Manchester United al que se le negó en el Reino Unido un transplante hepático con el argumento de que era injusto destinar uno de los pocos órganos disponibles para trasplante a librarlo de la enfermedad que él mismo se había buscado con su adicción al alcohol, y que acabó con su vida.
He dicho que, hoy por hoy, tiene poca discusión que lo primero es recomendar un cambio de vida, e inmediatamente tengo que corregirme. Hay un grave asunto de salud pública cuyo origen último radica en la actitud personal y para el que se reclaman enormes cantidades de dinero, que, naturalmente, nunca llegan a nada, olvidando la solución más barata y efectiva, que es la preventiva: recomendar un cambio de actitudes de la población. Me estoy refiriendo al cáncer de cuello de útero, una enfermedad que tienen estrecha relación, no ya con la conducta sexual de la enferma –que muchas veces es la víctima inocente-, sino de un amplio sector de la sociedad, que acepta en este campo el comportamiento irresponsable y errático como el patrón más lógico y más razonable o, en el mejor de los casos, de unas autoridades sanitarias que simplemente ha desistido de promover cambios en ese aspecto.
Es evidente que un cambio en esa conducta repercutiría favorablemente en la situación de la enfermedad, y el interés de las autoridades en intervenir en esta materia no debería ser menor que el que tienen en actuar cuando se trata de tabaquismo Se dirá que no es lo mismo, que la conducta sexual pertenece al ámbito de lo privado. Es verdad, pero sus consecuencias se salen de ese ámbito, y, sobre todo, a menudo se llevan por delante a quien no era más que un “tercero inocente”, exactamente como lo es el “fumador pasivo”, al que con tanto afán sí se ha defendido.
No debe eximirse el Estado del papel, siquiera testimonial, de denunciar públicamente una forma de vida lesiva de nuestra salud. Pero entre las conspiraciones de silencio, ésta es ejemplar: ni una sola palabra hemos oído en este sentido de las mismas autoridades sanitarias que advierten que fumar puede matar o que el que mueve las piernas mueve el corazón; a lo más que hemos llegado es al “póntelo, pónselo”, que es lo mismo que conformarse con recomendar cigarrillos bajos en nicotina y alquitrán. Ni siquiera las autoridades de la Organización Mundial de la Salud se han atrevido hasta ahora a decir que la solución más eficaz, y que puede aplicarse incluso con las más depauperadas economías es -y corro a mi refugio tapándome los oídos- una conducta sexual monogámica estable y fiel. Pero alguien tiene que decirlo, porque se da por supuesto que la promiscuidad ha de ser condición de una sexualidad plenamente humana y se olvida que lo único plenamente humano es la libertad responsable. Y la libertad es lo contrario de la espontaneidad, porque exige reflexión y valoración de las consecuencias, para optar por lo mejor.