Por razones que no es importante apuntar ahora paso estos
días en la habitación de un hospital y dispongo de más tiempo que de ordinario
para la reflexión. Y coinciden estos días con la declaración de nuestro
presidente de Gobierno en la que se compromete a ampliar la permisividad legal
al aborto. Inmediatamente, los obispos de la Iglesia Católica
se apresuran a negar al Gobierno legitimidad para ello. La historia la
conocemos ya todos los que tenemos más que unos pocos años: el Gobierno -dicen
unos- defiende el bien y la libertad del hombre y la Iglesia pretende continuar
con su moral trasnochada; no -contestan desde el otro lado- es justamente la
vida de un hombre lo que está en juego, y lo que nosotros defendemos. ¿Qué
pensar? Todos proclaman a quien
quiere oírlo que tienen como máximo valor la vida humana. Se trata, pues, de
saber a qué llamamos 'vida humana', y para eso conviene avanzar por pasos
contados, porque los grados de intelección pueden ser distintos.
Aprendamos, como siempre, en una enciclopedia. Si yo quiero
saber lo que es un ser ideal, por ejemplo, un triángulo, la enciclopedia me da
una definición: «Figura plana formada por tres rectas que se cortan formando
tres ángulos». En cambio, si busco un ser real, un animal, por ejemplo, un
gato, no es una definición lo que me encuentro, sino una descripción: «Mamífero
carnívoro felino digitígrado doméstico de unos cinco decímetros de largo...»,
pero, eso sí, una descripción que se adapta a todos los gatos, desde los
sumerios hasta los nuestros. Vamos a ver qué encontramos si buscamos una
persona, por ejemplo, Cervantes: ya no hay definición, pero ni siquiera una
descripción; ahora lo que tenemos es una biografía: «Escritor español nacido en
Alcalá de Henares en 1547...», es decir, nos ofrece el relato de una vida
humana siempre individual, que no es intercambiable o sustituible por otra.
No solemos reparar en estas cosas. El rasgo distintivo de
la vida humana es su carácter dramático, argumental: una vida humana puede
contarse; una cosa o un animal, no. Pero que sea argumental quiere decir que no
está acabada, que tenemos que hacerla, que es una obra nuestra -al menos
parcialmente: «la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa» decía Ortega-, y
que en cada momento puede modificarse, tomar otro rumbo, enriquecerse o
empobrecerse, hacerse más o menos intensa, tener mayor o menor plenitud; en
definitiva, está constantemente haciéndose, porque la persona tiene siempre
proyectos y aspiraciones nuevos o incumplidos, es constitutivamente
menesterosa.
Una de las consecuencias de todo esto es que no es cierta
esa idea tan difundida de que «mi vida ya está hecha»: no hay ninguna vida
humana presente que esté hecha «ya»: todas están haciéndose, todas son aún
incompletas si las miramos desde el final del trayecto. Pero eso no las hace
menos valiosas, al contrario: la riqueza de posibilidades es máxima al
principio, aunque a medida que hacemos y nos pasan cosas se van obturando
algunas de ellas, y otras se van realizando, al crearse las circunstancias
favorables oportunas.
Hemos aprendido otra cosa con nuestra enciclopedia: que no
podemos preguntar «¿qué es el hombre?» sino más bien «¿quién es el hombre?», o,
mejor, «¿quién es Cervantes?», «¿quién soy yo?». No debería ser necesario
decirlo, pero lo es, porque cada vez estamos más acostumbrados a pensar en la
persona humana en términos de cosa o de animal, a «cosificarla» o a
«animalizarla», y ese es el secreto para no entender nada. Y, sin embargo,
cualquier niño de cuatro o cinco años podría explicarnos la diferencia entre
«qué» y «quién'.
Y después de haber aprendido tantas cosas en nuestra
enciclopedia cogemos el periódico y descubrimos que está en cuestión si un
embrión humano vivo posee vida humana. «Sí, desde la concepción», dicen unos;
«No, no es vida humana la del embrión», dicen los otros. Y argumentan que no es
vida humana porque no es indivisible, o porque no es propiamente autónoma, en
definitiva, porque no es 'per-fecta' en su sentido etimológico, porque no es
'completa'. Pero precisamente lo que hemos aprendido en nuestra enciclopedia es
que ése es el rasgo que define a la vida humana: que no está completa, que está
haciéndose, que progresa (o 'regresa': no todo cambio es un progreso, como
parece creerse) siempre.
Ah -dicen-, pues sería una cuestión de grado: dependería de
cuánto ha progresado desde el principio, cuánto ha evolucionado. Si ha
evolucionado sólo durante cuatro semanas, eso no es una vida humana; si ha
evolucionado durante veinticinco, sí.
¿Se puede defender esta afirmación seriamente, sólidamente,
argumentadamente? ¿Qué ha ocurrido entre la cuarta y la vigésima quinta semana
que lo justifique? La respuesta no puede ser 'hoy no se sabe, pero se sabrá
algún día', porque, en ese caso tendríamos que contestar que seguiremos el debate
cuando se sepa, pues, tratándose de vida humana, parece saludable concederle
hoy el beneficio de la duda: ningún cazador dispararía contra algo que se mueve
tras un arbusto hasta estar seguro de que lo que allí se esconde no es «una
vida humana».
A la falta de solidez de la posición del Gobierno hay que añadir un rasgo quizá más doloroso: se trata de una ley cínica. Equivale a decir: se puede disparar contra un hombre desarmado que se dirige hacia nosotros cuando está a quinientos metros, y eso está muy bien; si se encuentra a cien metros, eso no está muy bien; si ya ha llegado, eso no se puede hacer.
A la falta de solidez de la posición del Gobierno hay que añadir un rasgo quizá más doloroso: se trata de una ley cínica. Equivale a decir: se puede disparar contra un hombre desarmado que se dirige hacia nosotros cuando está a quinientos metros, y eso está muy bien; si se encuentra a cien metros, eso no está muy bien; si ya ha llegado, eso no se puede hacer.
Pero oímos otra argumentación: vida humana por vida humana,
el humanismo debe dar preeminencia a la de los padres, una vida cuya 'calidad'
se vería notablemente disminuida por la existencia de un niño. Se produce así
una situación en la que la vida humana incipiente se ve amenazada cuando más
protegida parecería estar, justamente por quienes se diría que más deberían
protegerla, y eso en virtud de un balance económico, social o político en el
que la vida humana cuenta como un bien físico equiparable a otros. Pero ya
hemos visto que la vida humana es 'alguien', y no puede compararse con los 'algo':
pertenece a otro género más alto, más noble, más rico, más valioso.
En el fondo, lo que estamos viendo es que, aunque nuestra
sociedad formula un derecho a la vida para 'todos', se propone una y otra vez
nuevas restricciones para quienes no pueden defender su inclusión en ese
'todos'.
Los obispos dicen que se puede prever que los católicos se
manifiesten en contra. No deberían ser sólo los católicos. La ampliación del
aborto que se propone ahora nuestro Gobierno no es un ataque a una doctrina
religiosa sino algo previo y más general: se trata de un ataque a la misma
dignidad de la persona, destruyendo su vida justamente cuando se encuentran más
indefensa. Cualquiera que no esté cerrado al encuentro interpersonal y a la voz
de la conciencia puede entender el valor absoluto de toda vida humana.
La defensa de la vida del no nacido ha llegado a
contemplarse hoy como una cuestión retrógrada y antidemocrática, la intrusión
de la intimidad de la conciencia en el espacio público. Sin necesidad de
recordar que esos argumentos son ya viejos de ciento cincuenta años -«un esclavo
no es un ser humano», «nadie está obligado a tener esclavos. El que no quiera
tener esclavos que no los tenga, pero no puede imponer su criterio a los
demás»- hay que advertir que el humanismo, si no quiere ser egoísmo camuflado,
no debe preocuparse sólo de sí mismo, sino que debe contar con las necesidades
ajenas e intentar acercarlas con la imaginación como si fuesen propias, para
valorarlas acertadamente. El mismo ejercicio que hacemos en unas elecciones hay
que hacerlo ahora: hay que imaginar la sociedad que se nos propone, y procurar
descubrir si nos parece atractiva. Especialmente, ya que a menudo el hombre no
puede alcanzar lo que pretende, hay que descubrir si puede «ser impedido», si
otros hombres pueden poner obstáculos que le impidan conseguir lo que le sería
posible y legítimo alcanzar.
Se apela a la libertad para defender el aborto voluntario,
para impedir que llegue el que «llegará si no se impide». «¡Se puede votar lo
que se quiera!». Yo querría ir más lejos: es verdad, se puede votar «lo que se
quiera», y eso tiene que ver con la libertad; pero puede darse un paso más,
puede votarse «lo que se quiere», y eso tiene que ver con la autenticidad. Hoy
añadimos una nueva pregunta a las que nos plantea la vida humana, y a las que
no puede ser retrógrado ni antidemocrático contestar con libertad y con
autenticidad: ¿me vas a impedir -a mí, o a cualquier otro que pudiera hacer
esta pregunta- vivir donde puedo y quiero hacerlo?, ¿me vas a impedir
desplazarme?, ¿me vas a impedir reunirme con mi familia?, ¿me vas a impedir
desarrollar un trabajo digno?, ¿me vas a impedir defenderme judicialmente?, ¿me
vas a impedir recibir una formación a la altura de mi tiempo?, ¿me vas a
impedir acceder a los medios de cultura?, ...¿me vas a impedir nacer?